Por Karen Barrera Toda película, incluso aquella que no contenga dentro de sus créditos la tan conocida frase “basado en hechos reales”, está basada en hechos reales. Es inevitable, en cada palabra, imagen, canción, que se crea, se elige, se usa o se goza está impresa alguna parte de nosotros, por mucho que nos empeñemos en negarlo algo dentro de aquello gritará “¡Soy yo!, ¡Es mi vida!” Así lo retrata Lost in translation (Perdidos en Tokio), donde Sofia Coppola, además de ser la directora, es la guionista, impregna en cada situación una reconocible proyección de su propia vida, o para ser más exactos, de su divorcio sucedido meses antes del filme. Charlotte, la mujer solitaria, desconectada de un mundo que le rodea y de su propia vida es representada por Scarlett Johansson, en donde, en está ocasión, lejos de retratar su atractivo físico por medio de una imagen exaltada y obvia, proyecta una belleza sutil y melancólica, dejando de lado su sex symbol para concentrarnos en la inmensa soledad que la inunda, en la crisis de identidad sobre la que está pasando y su necesidad de crear un vínculo dentro de esta ciudad en la que lo único que parece atractivo es la idea de huir. Lo mismo le sucede al personaje de Bill Murrary, Bob Harris, un actor que viaja hasta Tokio para promocionar un whisky, quien atraviesa por su propia crisis de la edad y encuentra en Charlotte, esta interesante desconocida, algo similar a él. En ambos vemos las largas y desoladas horas que pasan dentro de un hotel que parece no tener nada para ellos. Sofia, perdón Charlotte, busca una desesperada conexión con esta cultura, alguna emoción que la haga sentir parte de algo, retratando con esto la perdida de complicidad que experimenta con su esposo fotógrafo. Con una trama honesta, creíble y humana, la guionista retrata en ese encuentro una pareja no precisamente romántica, si no compresiva, una especie de calmante que se ingiere para no terminar por sucumbir en una eterna locura depresiva; un elegante y sutil “¡Hey Spike Jonze! Así fue como yo lo viví”. Sofia Coppola proyecta no sólo esta pérdida de identidad o desconcierto en un hombre alrededor de sus 40 con un matrimonio en crisis, sino también en una joven que inicia su vida marital en sus veintes y descubre que tal vez aquel esposo suyo no es para ella, dejando en claro que la soledad dentro de una relación no es algo que se sienta únicamente cuando la juventud parece alejarse de nosotros. Rompe con esa imagen cliché y burda de la mujer dramática que sólo sabe gritar cuando se siente desconectada de su relación amorosa y da paso a la ruptura de una pareja sin mayor aspavientos, una implosión que permite el crecimiento de cada uno por separado. Es el filme de un adiós que encuentra su complemento y cierre con la aparente respuesta de su ex esposo el director Spike Jonze con la película Her, siendo Scarlett Johansson el curioso vínculo físico entre ambas. Es el retrato de una despedida que pone como evidencia el querer cerrar una historia para comenzar otra. Y es que de una u otra manera todos la padecemos, la necesidad de despedirnos, ya sea a través de una carta, una llamada, una canción, un tuit, un viaje, un libro, un estado Facebook, una película; necesitamos decir adiós para crecer, de una vez y para siempre.
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October 2020
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