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Cine: reseñas, testimonios y memorias

Sobre el teatro en el cine

12/22/2015

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Por Juan Carlos Franco
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La sabiduría convencional, a menudo un conjunto de dogmas propios del oficio de la escritura —en particular la teatral, tan dada a enfatizar la técnica—, promulga sin cesar: a medios distintos, lenguajes distintos. Parece lógico, sobre todo cuando miramos el número de adaptaciones mediocres, infructuosas o terribles de la escena al cine. Las maneras de contar son radicalmente distintas, proclaman los guionistas.

Conozco perfectamente lo que opinan los cineastas de los dramaturgos, y lo que los primeros creen que es la diferencia entre la escritura para teatro y para cine: el cine debe emplear, ante todo, la narrativa visual y no retórica, la construcción de imágenes que devengan metáforas, la síntesis (ante todo), la coherencia y la causalidad, y, si nos ponemos clásicos/hollywoodenses, la construcción anecdótica de la trama, los tres actos (Aristóteles nunca morirá), los plot points, argumento, arquetipos y géneros. Los dramaturgos no pueden escribir cine porque no entienden la naturaleza del medio, declaran seguros los guionistas.

Y sin embargo, todas esas creencias —todas las reglas fijas y naturales del medio— pueden ser contrargumentadas con algunos ejemplos de la historia del cine. ¿Qué pasa con las adaptaciones teatro-cine que rompen con estas reglas? ¿Qué debemos pensar de Shakespeare, el más retórico de los escritores de teatro, tan socorrido por la historia del cine? ¿Bajo qué esquema de traslación funcionan las mejores adaptaciones teatrales, de las obras de Tennessee Williams hasta una de las últimas películas de Xavier Dolan? 
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​Hay muchas adaptaciones de Shakespeare dignas de recordarse en el canon cinematográfico (si es que algo así existe): algunas clásicas (King Lear de Peter Brook, Julius Caesar de Joseph Mankiewicz, el Macbeth de Roman Polanski y básicamente cualquiera de Laurence Olivier, en especial Henry V y Hamlet), algunas sui géneris (Trono de sangre de Akira Kurosawa, Romeo + Julieta de Baz Luhrman, Prospero’s Books de Peter Greenaway), algunas contemporáneas/contemporaneizadas (Hamlet de Michael Almereyda, Ten Things I Hate About You, dirigida por Gil Junger, Much Ado About Nothing de Josh Whedon, Coriolanus de Ralph Fiennes). Sin embargo, hay un par de casos que vale la pena pensar en referencia a la adaptación del texto clásico al cine.

Kenneth Branagh ha dirigido y adaptado cinco obras de Shakespeare para el cine, y ha protagonizado algunas de ellas. En 1996 estuvo nominado al Oscar por Mejor Guión Adaptado por la proeza de no adaptar Hamlet a la pantalla, pues no cambió una sola palabra de la obra original. Los 246 minutos de duración —rompiendo una regla “básica” de la adaptación (y consecuente distribución) cinematográfica: nunca más de 150 páginas—, monólogos extensos y ricos en retórica isabelina, así como un acercamiento “teatral” a las actuaciones y a la musicalidad del verso anunciaban un fracaso inminente. Sin embargo, un cuidado por los detalles visuales y de contexto y una confianza absoluta en el valor del texto como arte y entretenimiento (Stanley Kauffmann dijo: “Este podrá ser el sueño de Branagh, pero el placer es nuestro”), hicieron que la obra como tal, incluyendo las actuaciones, superaran lo que normalmente es concebido como cinematográfico.

La pregunta permea todo el tiempo a la crítica y a la creación cinematográfica: ¿qué es lo cinematográfico? La pregunta central en los inicios del cine, donde su valor de entretenimiento, e incluso de enajenación, era innegable no era otra sino: ¿cuál es lo esencial del cine frente al teatro (y también viceversa)?

Ya lo hemos dicho: seríamos ingenuos al creer que lo cinematográfico no reside en las palabras, en los diálogos o en la forma en que son proferidos, sino en el lenguaje audiovisual, donde primero es lo visual y después lo audio, todo esto para rodear la trama en un deber-ser propio del medio. Los manuales de realización cinematográfica se encargan más en pensar lo que debe ser una película y no en lo que puede ser: “conoce las reglas para poder romperlas”, dicen, “pero sigue las reglas siempre”.

Por eso quizás el caso más interesante de pensar en la relación de Shakespeare con el cine sea Falstaff: Chimes at Midnight (1965), la adaptación de Orson Welles a las dos partes de Henry IV y algunos fragmentos de Henry V y The Merry Wives of Windsor. Es, en todo el sentido, una obra maestra llena de imperfecciones, y por ello mucho más disfrutable. La ineludible fuerza de Citizen Kane está presente, pero también el embrollo cinematográfico de todo lo que hizo Welles después de su opus magnum. Es, sobre todo, un esfuerzo por mostrar un panorama épico, i.e. shakesperiano, de la Guerra de las Rosas. Un esfuerzo dramático (más bien precipitado) tanto como cinematográfico (airadamente triunfante): batallas terribles con hand-helds en planos secuencia, paisajes invernales lodosos y crueles, actuaciones brillantes (incluyendo a Welles como un Falstaff obeso y lujurioso, pero terriblemente complejo entre el orgullo y el odio a sí) y una edición perfecta, también del actor/director. Es un intento de superar, de sumar al canon shakesperiano a través de la aglutinación, de la visión panorámica. En 113 minutos, Welles nos ofrece dos obras extensas y agrega fragmentos de otras dos; contra el ánimo preservacionista de Olivier y otros contemporáneos, Welles apostó por experimentar con las tramas cerradas y perfectas de Shakespeare para ofrecer un espectáculo cercano a sus propios intereses. El equivalente actual sería el Macbeth de Justin Kurzel, cuya mayor virtud es el poner en contexto visual la épica tragedia del eventual Rey de Escocia. Ambas han roto con el paradigma bloomiano del absoluto shakesperiano: se puede —quizás incluso se debe— adaptar a Shakespeare, retarlo a enfrentarse a la contemporaneidad, no sólo en cuanto a vestuario y lenguaje, sino también a las nuevas estructuras y a formas puntualmente divergentes de las exploradas en el teatro isabelino.
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Y sin embargo, no todo lo que ocurre a nivel traslación teatro-cine debe ser pensado en el ámbito verbal o retórico. Las palabras —la cantidad, la forma del discurso, el tipo de lenguaje, la relación entre lo literario y lo cinematográfico en la escritora del guión— son sólo la punta del iceberg. Si bien sería ridículo, por lo que hemos pasado en la historia del pensamiento, preguntarnos por la esencia de lo cinematográfico, es inevitable, para fines críticos o teóricos, poner la cuestión sobre la mesa: ¿qué es lo que hace al cine, cine? No son sólo las palabras, en definitiva. Es casi una cuestión inaprehensible.

Pienso en War Horse. Fue primero una novela para niños, escrita en 1982. Sin embargo, cobró una importancia enorme cuando fue estrenada en 2007 en el National Theatre de Londres. Era un libro muy bien escrito y ciertamente entrañable, pero no fue sino hasta que fue estrenada como obra de teatro que la historia de un joven y su caballo en medio de la Primera Guerra Mundial cobró el sentido que merecía. Y estoy seguro que en gran parte ese éxito se debió no a la sensible adaptación de Nick Stafford, sino al increíble uso de las marionetas de tamaño real, producidas por la Handspring Puppet Company: los animales cobraban vida frente a nuestros ojos, con movimientos naturalistas y una estética de magia y de asombro (sólo comparable con el mundo creado por Julie Taymor para El Rey León) en perfecta sintonía con el arco dramático del personaje principal. Una de las experiencias más teatrales que he vivido, en el mejor sentido.

En 2011 War Horse fue estrenada en cines, dirigida por Steven Spielberg. A pesar de haber estado nominada a seis Oscar y haber sido un éxito en taquilla, la película era, aún con sus momentos entrañables, más una adaptación complaciente y prototípica del cine hollywoodense de fin de año que un acercamiento a la magia del medio y del asombro de la niñez como en la producción del National. A pesar del esfuerzo de Lee Hall y Richard Curtis al adaptar la novela, la decisión de acercarse al texto de manera realista disminuyó el poder que la historia había tenido en el teatro. La creación y manipulación in situ de las marionetas en el Olivier Theatre hacía sentir en el público una sensación de re-presentación, una forma de recrear y resignificar la realidad a través de uno de los actos más primigenios: darle vida a lo inanimado. El asombro, similar al de un niño en el circo, formaba parte central de la obra, incluso, diría yo, muy por encima de la trama. War Horse era una experiencia narrativa donde lo narrativo pasaba a un segundo plano frente a la magia de un teatro innovador y altamente sorprendente.

Así, el teatro, evidentemente, no es sólo la parte textual o la construcción dramática, sino también el aparato escénico que se edifica alrededor (o por encima) de ellas. En las consideraciones propias de la adaptación, el guionista debería tener en cuenta, en todos los casos, las cuestiones extra-dramáticas y extra-anecdóticas, de los recursos teatrales hasta la recepción del público en el teatro. 
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​Los musicales son casi un tema aparte: al adaptar una historia cuya convención es absolutamente no-realista (los actores pueden irrumpir en la ficción por medio de canciones, lo cual incluye una ironía que, aunque el género no sea comedia, casi en todos los casos merece el título de comedia musical) los usos y abusos de la escena se hacen presentes (o lo que es lo mismo, son usados y abusados). West Side Story, The Sound of Music, The Rocky Horror Picture Show, Chicago, Sweeney Todd: The Demon Barber of Fleet Street y Hairspray son todas adaptaciones de musicales originalmente concebidas para el teatro tienen esa (meta-)conciencia: la mise-en-scène es todo el tiempo consciente de su calidad teatral, de su rompimiento de algunas cualidades (o calidades) cinematográficas (contención, realismo, movimiento) enfatizando otras (diseño de producción, edición, pirotecnia).

¿Cómo trazar las reglas de la adaptación del musical al cine? ¿Qué lecciones podemos aprender de musicales de los 50s y cuáles de los de hoy? ¿Hay un paralelismo entre lo que pasa en escena —ese expresionismo dependiente de la melodía, a veces proveniente de la ópera, a veces del cabaret— y lo que puede pasar en cine?

La adaptación dramática de musicales está en un limbo finísimo entre la fortaleza estructural (porque, seamos honestos, reara vez en un musical elogiaremos la profundidad de los personajes o lo complejo de la anécdota) y el mundo visual-musical que se construye. El guionista es un aprendiz, un médium entre dos visiones del mundo que, cuando colisionan, forman —casi sin reglas específicas— un espectáculo universal (larger-than-life, dirían los gringos) o una fantasmagoría de algo que debía suceder fuera de la pantalla porque su mundo no pertenece ahí.
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De Don Juan Tenorio (dirigida por Salvador Toscano en 1899) hasta Almacenados (adaptación de una obra de David Desola, dirigida por Jack Zagha), el cine mexicano ha tenido un acercamiento tímido a las obras de teatro como fuente de adaptaciones para la pantalla. A diferencia de los guiones basados en novelas, la dramaturgia no ha sido fuente importante de historias para la industria.

El niño y la niebla (escrita por Rodolfo Usigli en 1951), Los cuervos están de luto (escrita por Hugo Argüelles en 1959), Los albañiles (escrita por Vicente Leñero en 1969, aunque fue primero una novela escrita en 1963), De la calle (escrita por Jesús González Dávila en 1987), Dulces compañías (escrita por Óscar Liera en 1988) y Entre Pancho Villa y una mujer desnuda (escrita por Sabina Berman en 1993) son algunas de las más importantes, pero no son las suficientes. Obras dramáticas de importantísimos dramaturgos mexicanos como Héctor Azar, Elena Garro y Víctor Hugo Rascón Banda nunca fueron llevados al cine, a pesar de que los últimos dos fueron prolíficos guionistas. Además, dramaturgos de gran relevancia en la actualidad nunca han visto alguna de sus obras adaptadas al cine, a pesar de que muchas de ellas tienen un enorme potencial anecdótico y formal. Algunos de ellos son Ximena Escalante, Mariana Hartasánchez, Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio, Edgar Chías, Martín López Brie, Alejandro Román y Antonio Zúñiga.

En general, el teatro, y la dramaturgia en específico, en la actualidad parecen estar alejados de la creación cinematográfica. Sin embargo, dos casos parecen apuntar lo contrario: el de Gibrán Portela, iniciado como dramaturgo y últimamente guionista de películas tan importantes como La jaula de oro y Güeros, así como el de Alejandro Ricaño, uno de los dramaturgos jóvenes más exitosos en la actualidad, quien ha obtenido la beca de Jóvenes Creadores del FONCA para escribir el guión cinematográfico Polvo, así como un apoyo de IMCINE para adaptar su obra Más pequeños que el Guggenheim, una de las obras teatrales más exitosas de los últimos años.

¿Por qué no adaptar obras tan cáusticas como Odio a los putos mexicanos o Sensacional de maricones de LEGOM? ¿No podría ser El último libro de los hermanos Salmón de Mariana Hartasánchez una excelente película? ¿No sería redituable adaptar al cine una de las obras de Alejandro Román, siempre rodeando el tema de la violencia en el país? ¿No necesitamos la sensibilidad y la innovación de jóvenes dramaturgos como David Gaitán, Luis Eduardo Yee, Luis Santillán, Enrique Olmos de Ita o Diego Álvarez Robledo en el panorama cinematográfico nacional?
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Las cifras del cine hollywoodense respecto al número de adaptaciones anuales varían del 25 al 40% de la producción anual. De manera relevante para la industria, las adaptaciones forman una parte enorme de los ingresos y los premios. Nuestro cine, esa industria incipiente y cada vez más sustancial, todavía padece del lado de la producción del guión. La cultura de la adaptación (¿será una cultura?) es otro pie del que cojeamos.
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​Recuerdo que al terminar de ver Closer en el cine, la última de las múltiples impresiones que sufrí fue el darme cuenta que en la lista de los actores en los créditos finales, usualmente eterna, exhibía sólo cinco nombres: los cuatro protagonistas —Portman, Roberts, Owen y Law— junto con un (afortunado) hombre acreditado como “El Taxista”, presente en pantalla por unos segundos. La película, un desborde de riqueza retórica, dueña de un pulso dramático enorme y al mismo tiempo de una dimensión cinematográfica certera, no necesitó de mayores recursos --background stories, personajes secundarios, tramas alternas— para acercarse de manera ideal, casi perfecta, al conflicto, eso que es génesis del drama. En Closer, adaptada por el dramaturgo, Patrick Marber, y dirigida por Mike Nichols, el conflicto rige la película, sin necesidad de aumentar los recursos plenamente cinematográficos, en el sentido primero de Field y después de los manuales de lenguaje cinematográfico. En la obra, lo visual, o al menos lo escenográfico, estaba limitado al mínimo: los espacios no cambiaban de manera significativa y, por tanto, no jugaban un papel relevante en la obra; en la película, los lugares se vuelven reales, parte de un Londres gris, elegante y lleno de (espacios) secretos: los espacios nos hablan intrínsecamente de los personajes, de lo que son y de lo que quieren ser. Ése es el único cambio. Al igual que en la obra, las actuaciones y el mundo creado por las palabras, un mundo de dolor y deseo y venganza, cobran vida sólo por su potencia, guiada por una dirección nada invasiva. La película, casi una calca del texto para la escena, funciona a la perfección no tanto como una adaptación sino como una generalización del mundo simplificado, puramente escénico de la obra.

A diferencia de Rabbit Hole (de la obra de David Lindsay-Abaire), Doubt (de la obra de John Patrick Shanley), Proof (de la obra de David Auburn) e incluso Carnage (de la obra God of Carnage de Jasmina Reza), todos dramas más o menos intimistas y, en palabras de la crítica anglosajona, dialogue-driven, Closer sigue los pasos de A Streetcar Named Desire y Who’s Afraid of Virginia Woolf? como una adaptación fidelísima pero nunca evidentemente perteneciente a las tablas. Originalmente una obra de Edward Albee y adaptada por Ernest Lehman (que también adaptó West Side Story y The Sound of Music al cine), también fue dirigida por Mike Nichols. Si consideramos Angels in America, la mini-serie que dirigió y produjo para HBO, tenemos un trío de adaptaciones maestras de teatro a cine de la mano del mismo director, todas en épocas muy distintas y sobre temas disímiles, pero con la misma esencia: no una superconciencia de lo que es el cine, sino una conciencia perenne de lo que puede ser la dramaturgia en la pantalla grande.
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​¿Pero qué puede ser la dramaturgia en el cine? Depende: puede encontrar su formato ideal como en Casablanca (nadie recuerda la obra original, Everybody Comes to Rick’s, muy probablemente porque la Warner compró los derechos antes de que fuera producida y no fue montada sino hasta 1991 en Londres), puede crecer en alcance y precisión realista como en Amadeus o Marat/Sade, puede explorar los alcances geográficos (y por tanto visuales) de la tragedia, como en Incendies o algunas adaptaciones de Shakespeare, puede rastrear la intimidad frente al mundo exterior como en Tom à la ferme, Equus o The History Boys, puede aprovechar el las posibilidades de la cámara y la edición para aumentar el ritmo como en Glengarry Glen Ross, puede enfatizar el impacto mediático del conflicto como en Frost/Nixon o rastrear los alcances realistas en tramas de otra forma recargadas (o “teatrales”, como insulto), como The Madness of King George o Rosencratz and Guildersten Are Dead.

No hay reglas esenciales: ni la cantidad o calidad del diálogo, ni la duración, ni la estructura, ni el espacio (o multitud de ellos) ni la narrativa visual. Todo puede ser aprovechado u olvidado y tener un filme perfectamente atractivo, interesante y complejo. Se trata, como en cualquier acto creativo, de decisiones y no de normas fijas.

En alguna película el autor sentirá la necesidad de concretar, mientras que otra película resistirá la ambigüedad del espacio o el contexto propio del original; la expresividad del texto original puede funcionar en el cine, sea en la forma de hablar de los personajes o incluso en el narrador; mientras lo que una necesita es mayor edición, otras necesitarán mayor quietud, menos cortes, una disposición que tradicionalmente se considera teatral.

En el primer acto de Amadeus, duramente adaptado por el propio autor, Peter Shaffer, para la pantalla, Salieri da un monólogo extenso donde jura destrozar a Mozart y maldice a Dios; en la película, el monólogo fue acortado y sustituido por una imagen: el personaje mira un crucifijo en la pared y lo tira al fuego de la chimenea. Asimismo, en los primeros minutos de la más reciente adaptación de Macbeth, Kurzel decide extrapolar fragmentos del monólgo inicial de la obra a una escena extensa, sumamente ambiental, de una batalla. Sin embargo, otro ejemplo funciona en sentido contrario: el monólogo de Alec Baldwin en Glengarry Glen Ross no existía en la obra original y fue agregado por el autor (Mamet escribió la versión cinematográfica) específicamente para el guión.

La historia del cine está llena de ejemplos y concentrarnos en una forma de hacer cine, en un instructivo teórico-práctico lleno de dogmas, sólo lleva a limitar las posibilidades infinitas de la creación cinematográfica. El más interesante, sin dejo de duda, es Adaptation, la obra maestra (una de tantas) de Charlie Kaufman. Resistiéndose a la adaptación de un libro de no-ficción, frente a las enseñanzas de Robert McKee (otro gurú) y siendo el personaje de su propia historia, Kaufman explora y codifica las posibilidades de un filme en un solo filme. Una vez más, parece decir Kaufman (en vez de McKee), repitan todos: no se trata de lo que se debe hacer, sino de lo que se puede hacer.

El cine, contrario a lo que piensan algunos manuales y a menudo las escuelas de cine, no es una técnica. Es un acto fundacional, una creación que puede o no tomar las influencias provenientes de las demás artes y sus formas intrínsecas o en boga. El teatro, sin duda, es una de ellas. La tensión cine-teatro ha sido una que le ha dado forma a ambos medios en el último siglo y medio, y ambas han aumentado su potencia gracias a lo que la otra pone en cuestión. Negar el teatro como el contrario indeseable de la narrativa y poesía cinematográfica es negar el hecho mismo de su génesis, de su evolución y del diálogo eterno entre dos artes que nos presentan, nos resignifican y nos hacen mirar de otra manera.



Juan Carlos Franco (Ciudad de México, 1989)
Escritor y director de escena. Licenciado en Filosofía por la UNAM. Ha publicado Cómo no estar solo (Mamá Dolores, 2015) y sus textos han aparecido en numerosas revistas y periódicos, así como en la antología Poetas parricidas (Cuadrivio, 2014). Sus obras más recientes son Ensayos sobre el destierro, Cómo no estar solo y Country. Actualmente su guión Orquideófilo se encuentra en preproducción.
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