Por Gustavo Ambrosio La mañana del 19 de septiembre de 1985 es una fecha difícil de olvidar en el imaginario colectivo mexicano. En dos minutos miles de vidas fueron destruidas, edificios se colapsaron y el último atisbo de respeto al gobierno de Miguel de la Madrid se esfumó. Una película de este suceso se pedía a gritos desde hace tiempo y fue Jorge Michel Grau (Somos lo que hay), el encargado de reconstruir el hecho. Pero no lo hace en el nivel catastrofista y heroico al que nos tiene acostumbrado Hollywood con su cine de blockbuster. No, no vemos el momento de edificios derrumbándose desde una toma área o a cuatro personajes, hombre, mujer y dos niños, salvarse, al estilo del arca de Noé. En esta ocasión, Grau busca una reflexión sobre la solidaridad, del derrumbe político y social de una nación donde todos nos vemos bajos los escombros, sin dejar de lado, claro, la tragedia del sismo en sí. La propuesta cinematográfica es relevante. Muy a la par de un teatro contemporáneo y con un plano secuencia en medio de las ruinas que cabe aplaudir en su dirección. El logro de mantener a dos personajes a cuadro durante toda la película y lograr un buen uso del lenguaje visual que permita sentir la desesperación y el terror de hallarte bajo miles de toneladas de concreto y fierros, es simplemente impresionante, para lo que se ha desarrollado en el cine mexicano. Pero seamos sinceros, el corte bajo los escombros ya lo hemos visto en películas anteriores, de hecho norteamericanas y que tienen que ver con los atentados del 11 de septiembre. He ahí el hecho de que , ante la prueba del ácido, me temo que la película sale cojeando. Y es que el guión, construido a la par con Alberto Chimal, se enfoca en diálogos reiterativos, obvios y demasiado cansinos ante una expectativa de supervivencia o de encuentro humano. Así, el giro de tuerca político que proponen suena demasiado forzado, como para dar a entender que TODO ES CULPA DE LA CORRUPCIÓN. Momentos emotivos se esfuman y el personaje principal de Demián Bichir pierde cualquier tipo de empatía con el público hacia el final de la película. Aunado a los diálogos, hay referencias o situaciones que son igualmente gratuitas o exageradamente puestas a cuadro. Hablemos de un reloj o una lámpara. O pilas para lámpara. Qué afortunados son los personajes. Otro punto nada a favor es la inmensa presentación de personajes al inicio de la película y que te vende la idea de que verás algo de ellos más adelante. Y de pronto. Zaz. Todo sea cae. Y mueren, imagino. Ok, juguemos al realismo. Pero entonces, ¿por qué no sólo centrarse en los personajes principales? ¿Por qué gastar tiempo y diálogos en personajes que no volverán a aparecer? Para rematar, el momento onírico de la película, además de ser breve, da la sensación de un final brutal para una película de este tipo, y sobre todo por cómo se presenta a quien se roba el filme de principio a fin, el personaje de Héctor Bonilla. Entonces, cuando llegamos al verdadero desenlace, pese a ser un gran final, en comparación con “el juego narrativo” que presentan los guionistas, resulta una verdadera simpleza dramática. A pesar de estos baches, la cinta encuentra eventos humanos hermosos como cuando todos cantan, o la risa del personaje de Bichir o el uso increíble del sonido y de las voces “off screen”. 7:19 es un ejercicio de estilo innovador para una película de desastres naturales, y sobre todo, para un cine mexicano que se ha estancado entre la comedia romántica de tintes televisivos y el plano contemplativo de la clase media. Es capaz de evocar sensaciones de desesperación y terror, es capaz de recordarnos que cualquiera en cualquier momento puede hallarse en esa situación y sin embargo, el mal “bordado” de diálogos y la obviedad de la crítica política termina dejando un poco corta a la película.
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October 2020
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