Por Ariana Juárez Duro y tupido como una buena relación sexual, la película 120 latidos por minuto, del director Robin Campillo, nos muestra la pasión con la que organizaron su rabia los enfermos de VIH, ante la indiferencia del gobierno francés a principios de los 90. Con una edición meticulosa se afianza el ritmo de la narración, la cual honra el título de la película porque nunca se detiene. Acompañada del soundtrack, de Arnaud Rebotini, la estructura va de lo general, Act Up, es el nombre del movimiento que contiene tantas historias como su número de militantes, hasta lo particular, sugerido en una historia de amor inevitablemente trágica. Todo en un gran canto a la vida. Vamos sin piedad hasta el esperado desenlace, alcanzamos el clímax y más que gritar de placer, no podremos evitar las lágrimas. Hay momentos realmente emotivos, como las protestas dentro de oficinas de los laboratorios donde se arrojaron bolsas con sangre falsa, como una de las tantas formas de protesta. Del mismo modo tenemos la secuencia donde se asalta una escuela de adolescentes para dar información y repartir condones. Con la pasión de un militante, se muestran las batallas por sobrevivir, exigir derechos y romper con la desinformación. Actualmente el mundo es otro, estamos disfrutando las consecuencias de la apertura que en su momento esta necesidad generó. En aquellos momentos era trascendente salir del closet y gritar a los cuatro vientos su condición. No estamos tan lejos de esos individuos que en un grito desesperado presionan a los laboratorios médicos para exigir que les proporcionen medicamentos, y que estos sean más efectivos. Desde luego que como toda buena narración de ficción se particulariza en los personajes. La narración está centrada en sus modelos de convivencia, todo se está inventando y la historia amorosa es al mismo tiempo una epopeya, tanto al interior como al exterior. La historia nunca decae en el panfleto político, ni busca crear militancia. Es muy ágil porque bombardea al espectador con hechos. En consecuencia, la expectativa crece en varias direcciones, aunque todo esté centrado principalmente en el enamoramiento entre Sean (Nahuel Pérez Biscayart) y Nathan (Arnaud Valois), desde el nacimiento, la plenitud y la inminente muerte. Con toda la luminosidad contenida en la imposibilidad del amor, ambos apegados inevitablemente al presente, porque no hay otra manera, no se pueden hacer planes a largo plazo. La obra de Robin Campillo, ganador del Gran Premio del Jurado en la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Cannes, es una crónica de esos acelerados días, donde cada latido es vital y no hay manera de desperdiciar ningún segundo. Una historia que no desperdicia oportunidad, que nunca nos aburre con datos, manifiestos, ni discursos anti-homofóbicos. Es un planteamiento desenfrenado y multidireccional como la bandera multicolor del orgullo homosexual. Nos convierte en testigos de una lucha que transformó nuestra sexualidad y para la cual no hay marcha atrás.
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October 2020
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