Por José Luis Ayala Ramírez Con el estreno en 1927 de The Jazz Singer, el sonido llegaba para quedarse en el cine. A figuras del cine mudo como Buster Keaton o F.W. Murnau no les quedaba de otra más que adaptarse o quedarse estancados. Entre estas personalidades se encontraba Charles Chaplin, un hombre que tenía claro un pensamiento: si el sonido no funcionaba como nuevo método narrativo, él no lo usaría hasta el momento que fuera absolutamente necesario. Luces de la ciudad se estrenó en 1931, en pleno auge de la sonorización de las películas. Los directores buscaban nuevos métodos para utilizar este nuevo elemento que les daba la tecnología de aquel entonces. A diferencia de ellos, Chaplin encontraría la perfección de la imagen, de la comunicación corporal, de la manifestación de acciones, todo como método narrativo que dejaría como resultado la cumbre, no sólo de una época, sino de todo un género: la comedia romántica. El guión de Luces de la ciudad está, valga la redundancia, lleno de luz, pero al mismo tiempo, de oscuridad. La historia nos presenta a tres personajes en la total desgracia, dos de ellos (el vagabundo Charlot y la chica ciega vendedora de flores) hundidos en la pobreza económica en un contexto urbano donde cada día se busca sobrevivir. La escena en que ambos personajes se conocen es un excelente ejemplo de realización visual ante muchas adversidades (¿Cómo hacer que una chica ciega piense que un vagabundo es rico si ella no puede ver y no hay sonido en el filme?), y el talento de Chaplin para ejecutar dicha secuencia con los elementos a su alcance es digna de elogiarse ya que todo es netamente visual. Pero ninguno de ellos es el personaje más desgraciado del filme. Ese título le pertenece al millonario, un hombre de una condición económica llena de lujos, pero perdido en su alcoholismo y sus tendencias suicidas, resultado de una vida triste y sin luz. Pero así como para la chica ciega, Charlot también es la luz para el millonario, no sólo lo salva de la muerte, sino que lo convierte en un hombre feliz. En la película, hay una secuencia llena del humor más sencillo, irreverente, pero también el más efectivo: la pelea de boxeo. En ella, Chaplin hace gala de su capacidad como mimo, la forma en que se mueve por el escenario, se esconde tras el referee, se cae, se levanta, se vuelve a caer, se vuelve a levantar, suena la campana, todo es de un humor contagioso. En fin, una escena que muestra al más grande cómico que ha dado el cine. La luz está presente de muchas formas en la historia, no solamente para alumbrar una ciudad nocturna, sino para guiar el camino de los personajes, la luz que motiva actuar a Charlot buscando el bien de la florista, la luz de esperanza que ella tiene al conocerlo, la luz que significa el millonario para los objetivos de Charlot rumbo a la parte final de la trama. Sin embargo, la luz más importante se enciende en la secuencia final, donde la florista observa la luz del día, finalmente sus ojos ven a Charlot. Al principio, ella no lo reconoce, pero después (otra vez todo gracias a una perfecta sincronización visual) se da cuenta de que ese vagabundo es nada menos que su millonario, el que la salvó y le brindó la luz. Esta secuencia es mágica, es divertida, es romántica y, mientras suena La Violetera, la luz también se apaga para dar paso a los créditos finales. El cine es magia, y la magia está servida en Luces de la ciudad, un filme que apela a nuestro lado más cómico, pero también al más romántico, a la luz y la oscuridad que conlleva toda comedia.
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October 2020
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