Homenaje a Vicente Leñero Por Fernando Zamora “La casualidad no es, ni puede ser más que una causa ignorada de un efecto desconocido”, sentenció Voltaire. Y en esta historia una serie de casualidades, como un juego de espejos, llevan a su protagonista al encuentro con el mentor.Mi padre fue maestro de Vicente Leñero en la Facultad de Ingeniería de la UNAM y yo siempre tuve la sospecha de que Leñero se había inspirado en él para uno de los malos en Los Albañiles. Era un misterio. En la prepa se reían de mí, decían a coro: —Tú eres el hijo del Ingeniero Zamora, tú eres el hijo del Ingeniero Zamora. La cosa comenzó a aclararse años más tarde en un lugar insospechado: Cuba. Daba yo clases de guionismo en la Escuela Internacional de Cine de San Antonio cuando, un día, vi a una linda muchacha pecosa mirando el atardecer sobre el campo soviético: vacas, edificios en forma de conejeras y un árbol de pelos rojos. Quise conocerla, pero no me atreví a decir nada. Era la primera vez que daba clases en Cuba. Estaba desubicado. No venía de México sino de Nueva York, de la Universidad de Columbia, así que tenía yo un aura imperialista que combinaba bien con mis camisetas Armani. Esa noche tomé la guagua hacia La Habana. Casi se me rompen los huesos dando tumbos porque no tenía amortiguadores. Cuando llegamos a Quinta Avenida comencé a enamorarme de Cuba. —¿Conoces algún lugar rico para comer? —pregunté a un tipo con playera del Che. —¿Rico? Esto es Cuba compañero. Suspiré. Seguía yo consolidando mi fama de imperialista. —Es mexicano —me disculpó otro—; para los mexicanos rico significa sabroso. Me recomendaron un paladar para turistas donde probé las cervezas Cristal, las langostas ilegales y el nostálgico lloriquear de ciertos cubanos. —En tiempos de Batista no había racismo—decía la dueña. —¿No? —¡Claro que no! Todos podíamos ir al club en que iba Batista. Los negros no, claro, pero todos los otros podíamos ir. Cuando salí me encontré con la descarga que corre por Rampa, desde el Yara hasta el Malecón. Todas las pájaras se citan aquí y, de noche vienen unos con su guitarra y cantan. Todo es un carnaval. A la una de la mañana ya era yo una Cenicienta que enamorada y loca corría cuesta arriba, hasta el cine Yara para tomar la guagua que me llevaría hasta la EICTV. Volvíamos y como estaba yo cargado de ron decidí atacar de frente mi fama imperialista. Me senté junto al greñudo con playera del Che. Le pedí un cigarro Popular y cuando él me preguntó algo sobre mi procedencia yo eché un discurso estúpido que aprendí en el Shock del futuro de Alvin Toffler: —¡Estados Unidos no existe! —dije con aire de futurólogo (di una fumada larga a mi cigarro Popular) —¿Ah no? —¡Claro que no! Estados Unidos será devorado por la cultura canadiense al norte, al suroeste por la cultura mexicana y al sureste por la cultura cubana. El greñudo se iluminó y toda la impresión que había causado desde que llegué se disolvió en un presagio: Estados Unidos estaba destinado a desaparecer. Lo importante, en todo caso, es que no sólo el greñudo escuchó mi predicción. Desperté crudísimo y esperaba yo mi turno para servirme un panecito con azúcar y café bien fuerte, cuando vino hasta mí una mujer de acento argentino, gorda y que recordaba haber visto el día anterior junto al greñudo en la guagua. —¡Aquí está este mexicano tan inteligente! —exclamó. Agradecí a Toffler haberme hecho parecer inteligente y la argentina me llevó hasta su mesa. Ahí dijo que tenía yo que conocer a una de sus alumnas: —Se llama Diana y te va a caer de ma-ra-vi-lla. Viene por parte de un taller que es una cosa formidable. Lo dirige el maestro Vicente Leñero que es un hombre… una especie de sabio griego que aglutina alrededor suyo a jóvenes interesados en el arte de pensar la literatura. Sonaba impresionante, sin duda. Platón ni más ni menos. Imaginé a los del taller dando vueltas alrededor de La Academia. Ya estaba yo por despedirme cuando vino la muchacha de pecas y, primera casualidad, se sentó con nosotros porque resultó ser Diana, justo la alumna que aquella mujer argentina quería presentarme. Y así lo hicimos, nos presentamos aunque ya era demasiado tarde para hacernos amigos en Cuba. Ella partía en unos días y yo en El Malecón, había conocido a Norberto. Volví a Nueva York y como me daba terror que la beca se me estaba acabando me puse a escribir mi primera novela (Por debajo del agua). Cuando volví, llamé a Laura Esquivel, quien me había invitado a sus tertulias literarias. Llegada la hora del café pregunté con muy poco pudor: —¿Alguien sabe cómo puedo hacer para publicar? Llevaba yo, como es cliché, mi novela bajo el brazo. Todos soltaron la carcajada. —Bienvenido al club de los que no publican, querido. —Para publicar tu novela tiene que tener mucho sexo y muchas drogas. ¿Tiene mucho sexo y muchas drogas? Sonó el teléfono antes de que pudiera responder, vino la mucama, Esquivel tomó el teléfono y se puso pálida. Cuando colgó dijo: —Braulio Peralta acaba de llamarme para pedirme que le proponga a un autor joven para publicarlo. Parecía increíble y Laura, como es supersticiosa, sintió que le había llamado La Providencia. Me dio el teléfono de Braulio, me condujo a la puerta y dijo: —¡Llámale! ¡Bang! Me presenté en Random House, vino un muchacho flaco y en playera que me llevó a su cubículo. En tono desangelado preguntó: —¿De qué va tu texto? Le conté la cosa tratando de sonar emocionado. Él selló un papel y me llevó a la salida de atrás. “Bienvenido al club de los que no publican, querido”, pensé. Volví a Cuba. Filmé mi tesis como director y una tarde sucedió otra cosa digna de Providencia. El ruido en Paseo del Prado cesó cinco minutos luego de un chubasco tropical. Tuvimos el tiempo justo para filmar el clímax de mi corto y luego, sonó el celular. Era Braulio. —¡Queremos publicar tu novela! Con Dios haciendo de Director de arte y Braulio diciendo eso, fui feliz. Firmé el contrato. Y caminaba yo por la calle de Homero cuando me asaltó este malestar: “¿Es bueno ese texto o sólo me voy a quemar?” Pensé en el Platón del que me habían hablado en Cuba. “¿Dónde dejé el teléfono de aquella muchachita?” —¿Crees que puedan admitirme para una lectura en el taller de Vicente Leñero? —pregunté a Diana. Ella dijo que lo iba a consultar, pero no parecía probable. Finalmente, gracias a la recomendación conjunta de Diana y Fernando León, me encontré frente al taller en pleno: Solo los jueves; diez copias, doscientas cuartillas. Nada más. Leí durante seis horas sin pausas ni galletitas. Comenzó la ronda de críticas que crecieron en virulencia cuando espeté. —Ya están a punto de publicarla. Lo dije para pedir auxilio, pero los del taller lo tomaron como presunción. Finalmente llegó el turno de Vicente. Dijo: —Vas a quemarte con este texto. Entiendo lo que quieres, una parodia de la Novela Revolucionaria pero no sabes nada, te lo aseguro, de Novela Revolucionaria. Tomó el paquete y, acomodándolo, sentenció: —Si yo fuera tú quemaría esto y empezaría de cero. Me fui deshecho. A Diana le comenté: —Créemelo. Escribo bien. Luego de semejante paliza nadie pensó que volvería, pero volví. Aguanté los golpes y El Taller ha sido la experiencia más enriquecedora de mi vida como escritor. Para comenzar se me templó el ego (que es grande) y para continuar aprendí que no existe la escritura, existe la re-escritura. Antes de terminar es necesario cerrar dos historias. Pedí tiempo para entregar el texto y me leí toda la Novela de la Revolución, analicé frases, estudié el idiolecto y me enamoré de Memorias de un lugareño. Luego: ¡dolor! ¿seguro desea borrar los ítems de la papelera? Borré mi manuscrito. Re-comencé de cero. La otra historia es la del Ingeniero Zamora en Los Albañiles. Varios años más tarde caminaba yo junto a Vicente el camino de nuestra Academia (de la SOGEM al bar) y pregunté: —¿Te inspiraste en mi padre para escribir al Ingeniero Zamora? Él rió y como sabe hacerlo, cambió de tema. A la semana siguiente apareció con un papelito. Ahí estaba la firma de mi padre. Ups. No le había dado una muy buena calificación. —¿Me la regalas? —pregunté. —Claro. Para eso la traje. Aquí la tengo, la firma de mi padre en una calificación de Leñero. En esa firma están mi infancia, mis boletas, la primaria, el patio, un niño, la resolana.
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October 2020
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