Por Karen Barrera Amar hasta que duela, apasionarte hasta hacer tuyo el objeto deseado, hasta ser el mismo objeto. Perseguir los sueños para que estos no terminen persiguiéndote a ti. Ser lo mejor, lo peor, entregarte, volverte loco, volar y ser libre, como ninguno. Así es como los guionistas Mark Heyman, Andres Heinz y John J. McLaughlin nos retratan lo que es morir, literalmente, por un deseo, dentro del excitante y siniestro mundo de Black Swan, quienes, junto con el director Darren Aronofsky nos hacen vivir, a través de Nina, la desesperación, el anhelo, la ansia y la ambición de ser mejor en lo que amas, un amor que pocos entienden y muchos esperan. La soledad, la incomprensión y la pasión son los elementos inseparables, sin los cuales, no existiría el arte ni gente capaz de transmitirla. Se trata de vivirlo con intensidad a tal punto de perdernos en él para reencontrarnos; descubrir quiénes somos y todo lo que podemos llegar a crear y destruir. Nina, el cisne blanco, la niña, virginal, pura y dulce, está atrapada en una vida que han construido para ella, inmersa en un mundo rosa, de música, de danza; en compañía de una madre obsesiva y controladora, que ve en ella la oportunidad de seguir bailando, de alcanzar un sueño que terminó, el día que Nina llegó. El arte, como una acción del alma, pone en jaque a nuestra bailarina que nunca se ha permitido sentir demasiado, que es prisionera de su mismo cuerpo y mente, que se acobarda y no se deja ser más de lo que ya está establecido. Es un cisne blanco, siempre lo ha sido, pero para poder alcanzar lo que más desea, ser perfecta, necesita trascender, liberar a su cisne negro. “La perfección no consiste en el control, también se trata de dejarlo de lado”, y es así como El lago de los cisnes comienza a darle a Nina la oportunidad de escapar de sí misma. Vemos entonces, no sólo a la bailarina que se supera en cada paso, sino también a aquella joven en busca de su independencia, que lucha constantemente con el derecho de vivir la edad que tiene, y no la que su madre la ha impuesto tener. Es así como la protagonista se enfrente a madurar repentinamente de los 10 años a los 20, que va tomando riesgos a cada momento, desafiándose una y otra vez. Una mordida en el labio del director, Thomas. El primer aleteo del cisne negro. El papel puede ser de ella, lo consigue pero aún no lo es, le queda grande, nada comparado a su antecesora, Beth la “pequeña princesa” de Thomas. Nina quiere ser como Beth, tiene que ser como Beth. Roba su labial, lo usa, pero no obtiene nada, no es Beth, sigue siendo Nina fingiendo, reprimiéndose hasta sangrar. “Vive un poco”, le repite su compañera de ballet, Lily, y entonces Nina “desobedece”. Rompe para siempre el cordón umbilical. Sus alas blancas siguen conteniendo su vuelo; aún no obtiene la aprobación de Thomas, la figura paterna inexistente en la vida de Nina. Su complejo de Edipo jamás superado. “Es mi turno”, dice aquella Nina toda su vida sometida, y lo es. La batalla final inicia, cisne blanco y cisne negro peleando por Nina. Vence el cisne negro hiriendo de muerte al ave blanca y Nina baila como nunca, seductora, descontrolada. Ya no siente más miedo, está entregada. Su metamorfosis ha llegado a su fin, es la pequeña princesa de Thomas, la reina cisne, lo siente en todo el cuerpo, en el alma, en los aplausos del público eufórico, de sus compañeras extasiadas, en la sangre que sale poco a poco de su cuerpo. Un filme inspirado en el trabajo de Satoshi Kon, Perfect blue, en donde se combina realidad con ficción y nos dejan ver cómo el arte seduce y nos salva de lo insignificante y a la vuelve Nina inolvidable por aquella pasión por la cual pocos se arriesgarían como ella.
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October 2020
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