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Peripecias

Notas, artículos y ensayos

Ver lo que queremos ver

7/28/2015

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Por Gustavo Ambrosio

Es indudable la gran influencia que en la actualidad tiene el cine sobre sus espectadores. El autor del texto cuestiona la formación de opiniones y tendencias generadas a partir de ciertas películas por las ambigüedades encontradas al interior de sus propios discursos.

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Ilustración: Xetobyte

Parafraseando a Paul Auster en uno de sus textos, El palacio de la luna: las personas siempre utilizan argumentos muy elaborados o intelectuales para cubrir sus propias perversiones y/o carencias. Pues bien, también existen aquellos que usan argumentos de otros con esta misma finalidad.

La ambigüedad en la postura o visión de algunos cineastas de acuerdo a algún tema o problemática social puede tener un gran impacto en el espectador, el cual, muchas veces, carente de armas para discernir entre el ejemplo y la exaltación, parece confundir ambas cosas y ponerlas en el lado de la apología. Como ejemplo para esto utilizaré El lobo de Wall Street dirigida por Martin Scorsese, y Ninfomanía de Lars Von Trier.

Al salir de la función de estreno de la película de Scorsese no pude evitar sentir un dejo de incomodidad pese a la risa que me provocó la película por lo absurdo del personaje e incluso por la admirable forma de su narración.

Al llegar a la dulcería había dos chicos muy emocionados que más allá de cualquier cosa mostraban admiración, casi respeto por el estafador Jordan Belfort y por el entorno de mujeres, drogas, coches, ropa, libertinaje, en resumen: santa admiración, nada de idea.

El lobo de Wall Street nos muestra la vida de Jordan con un dejo de cinismo, de “realidad”, de mostrar las cosas como son con un dejo de risa y chorcha. Una película atrayente y divertida, pero ¿y la postura del autor?

En una entrevista, cuando se estrenó la cinta The bling ring, Sofía Coppola aseguró y juró que su filme era una crítica a la banalidad de las pop stars y las socialités. Nada más lejos de la realidad. Al contrario, se notaba una lejana y discreta admiración por aquellos seres llenos de ropa de marca y celulares. Tanto era su afán por “criticar” que la misma Paris Hilton realizó un cameo, prestó su casa e hizo promoción en las alfombras rojas de la película.

Algo similar sucedió con El Lobo. Tras su estreno, la venta de la autobiografía de Belfort adaptada al cine por el director de Toro Salvaje,  se disparó al grado que el hombre detrás de la ruina de miles de personas firmó un contrato para dar entrevistas exclusivas y rodar un posible reality show sobre su vida.

Algunos dirán, y no sin razón, que Scorsese es un provocador y que como en la película antes citada, Toro Salvaje, lo que buscaba era una disección humana de hombres como ése, pero comparemos: El boxeador Jack La Motta, interpretado por Robert De Niro, es un ser francamente despreciable, pero cuya condición y valores humanos se entienden dentro de su contexto y clase social. Violento pero sensible, iracundo pero familiar.

En cambio, el personaje que actúa a la perfección Leonardo Di Caprio es despreciable por donde se le vea o entienda. Es un hombre del siglo XXI, un éxito viviente de la combinación de la irracional masa, como apunta Adorno: “una expropiación de la conciencia de los hombres.”

¿Por qué entonces puede resultar delicada la postura de un cineasta con un nombre como el de Scorsese respecto a este tema? Está bien, no todos son Oliver Stone, pero hablemos de la “liquidez” de las ideologías, las posturas, las formas de ver el mundo, hablemos de que hoy en día una película con un tema tratado de forma ambigua puede significar “una realidad aceptada”.

Recordemos los miles de estereotipos audiovisuales, como por ejemplo, el del cine mexicano: hombre de sombrero, cantor y a caballo. Modelo que en muchas partes del mundo se sigue aceptando tal cual.


La mala lectura o “apreciación” de cualquier obra puede resultar un arma filosa, sobre todo, si una idea ficcionada que busca apabullar se convierte, para un sector de la población o una persona, en una verdad universal.



Si queremos un ejemplo más explícito del poder del cine y su responsabilidad en cuanto a lo que muestra, aún con la ficción, podemos revisar la escena de El Piano de Jane Campion, en la que un grupo de indígenas neo zelandeses se abalanza contra los hombres que montan Barba azul 
porque de verdad creen que cometerán un asesinato.

La mala lectura o “apreciación” de cualquier obra puede resultar un arma filosa, sobre todo, si una idea ficcionada que busca apabullar se convierte, para un sector de la población o una persona, en una verdad universal.

Sea por ignorancia, por conveniencia o por cubrir lo que cité al inicio de Paul Auster, la ambigüedad de una obra tan bien dirigida y escrita como El lobo de Wall Street puede caer en la apología del delito, de la avaricia, del robo y el cinismo, y a su vez, hacer de todo esto sinónimo del éxito.

Y sí, la película no tiene nada que ver en cómo lo tomen las demás personas o las masas, pero he ahí la peligrosidad. Hoy en día, Belfort es admirado e invitado a cenas como si de un ser celestial se tratara. Su libro y miles más de cómo volverse rico en un santiamén y de cómo ir por el camino fácil se imprimieron y duplicaron en producción. Lo peor del caso es que la gente los consume y los toma como la Biblia de su vida.

Ahora ¿por qué tocar el tema de Ninfomanía del rebeldito Lars Von Trier?

En el volumen dos, hay una escena donde la buena Joe trata de excitar  a un viejo, el cual no puede tener una erección, pero cuando la protagonista lo incita con imágenes de niños, el viejo se excita y comienza a llorar. Y viene un diálogo en el que Joe asegura entender al viejo: “ambos nacieron así y no pueden dejar de sentir ese impulso sexual”, y se conduele: “ella puede ejercerlo, pero el otro no”.

En esa escena de apenas unos minutos engloba una bomba social que Lars, con mucha intención, quiso colocar en una época en la que los escándalos de pederastia cubren páginas de diarios y minutos de televisión.

No han sido pocas las veces en que las masas han tomado como “cierta” una realidad ficcionada en pantalla. Por ejemplo, después del estreno de Tiburón de Steven Spielberg, los asesinatos de tiburones en el mundo se multiplicaron.

La mala lectura o “apreciación” de cualquier obra puede resultar un arma filosa, sobre todo, si una idea ficcionada que busca apabullar se convierte, para un sector de la población o una persona, en una verdad universal. ¿Cuántas veces no se ha visto en declaraciones de prensa, documentales o series que los pederastas presentan sus acciones como actos de amor que no pueden evitar? Muchas.

“Una forma de ser”, dice Joe en la película de Von Trier sobre su adicción al sexo con hombres, una forma de ser que parece, o quiere, hacer espejo en la pederastia. Y el director de Anticristo lo hace con toda consciencia para poner en jaque al espectador, pero nada más. Sin embargo, vuelvo a la difusa posición del autor. Si la decisión es ponerlo por crear ámpulas e incomodar los “valores” de la sociedad occidental-burguesa, lo logra, pero lo que no sabe Lars es que esa simple escena puede ir, peligrosamente, más allá.

¿Quién nos dice que personas de valores “líquidos”, diría Bauman, con un antecedente de la masa destructora del consciente, como dice Adorno, no tomarán esa sola escena para generar una nueva idea que sea compatible con su perversión o idea? Tomar la ficción como realidad, lo han hecho muchos a lo largo de la historia. Nada más hay que darse cuenta de las sectas creadas en torno a pasajes bíblicos o al mismo Hitler creando toda una ideología con base en estudios del racismo y teologías nórdicas.

Sí, quizá me estoy yendo a los extremos. Las dos películas citadas son buenas en muchos sentidos, con temas bastante punzantes y no estoy en contra de ellas o de cualquier película con “ambigüedades”. El punto es que éstas pueden servir para sostener o reforzar ideas que están en la sociedad, pero que suponen un tipo de “cáncer” para el individuo que puede llegar a desarrollarse hasta la fatalidad. No es culpa de la obra lo que pasa más allá del fotograma, ni tampoco del director. Pero de que pasa, pasa. 


Gustavo A. Ambrosio Bonilla (Pachuca, 1992) 
Periodista en Grupo Milenio. Crítico de cine en Corre Cámara. Fue reportero de espectáculos en Filmeweb y Hey. Antes que cineasta, cinéfilo. Estudia guión en el CCC. Su película favorita es Las Horas de Stephen Daldry. Su cortometraje ¡Están curados! fue seleccionado para participar en el séptimo Rally Universitario GIFF 2015.


@guskubrick
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