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Peripecias

Notas, artículos y ensayos

Reflexiones sobre la naturaleza del gusto y la importancia de las historias (o cómo chaqueteársela escribiendo sobre cine)

6/20/2017

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Por Carlos Tello de Meneses Vega
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1.
El gusto es una cosa curiosa. De muchas maneras, el conjunto de nuestros gustos forma una imagen reveladora sobre el tipo de persona que somos. Aquellas cosas que nos llaman (o nos repelen) lo hacen por razones que varían en complejidad y profundidad, la mayoría de ellas, una combinación de contexto y coincidencia. ¿Nuestra película favorita habría sido la misma si ese día en que fuimos al cine a verla hubiera llovido y no la hubiéramos podido ver hasta meses después? ¿O qué hubiera pasado con aquella serie favorita de nosotros que vimos por primera vez mientras cambiábamos de canal al azar? Algo que nos pudiera haber encantado a los 17 años nos podría molestar de sobremanera a los 32. El gusto, justo como las personas, cambia. Evoluciona.
En fin. Últimamente he estado viendo muchas películas protagonizadas por luchadores. Y no me refiero a esas encantadoras reliquias de nuestro cine nacional, protagonizadas por El Santo, Blue Demon y Mil Máscaras, sino a las películas estelarizadas por figuras de la WWE como Steve Austin, Randy Orton y Kane.
 
Aunque no es sorpresa para muchos que estos atletas/artistas ofrezcan sus (muchas veces limitados) talentos actorales al servicio del séptimo arte, mucha gente se sigue sorprendiendo cuando les explico que existen los WWE Studios, una filial de la World Wrestling Entertainment dedicada exclusivamente a producir y distribuir contenido cinematográfico. ¿Qué tipo de películas producen? El tipo que podrán encontrar en los contenedores de 35 pesos de Wal-mart. Sólo digamos que no ganarán premios de la Academia en un futuro cercano.
 
En su mayoría, las películas de los Estudios WWE son “DTVs” (Direct-to-Video). Películas que nunca han sido, ni serán, exhibidas en cine debido a su baja calidad, barata manufactura y limitado público en mente. Aunque se producen “DTVs” de varios géneros (entre ellos el thriller, el western, el horror y uno que otro drama) este tipo de cine ha sido identificado con un género en particular: la acción.
 
Detrás de películas como The Condemned, The Marine 2, 12 Rounds: Reloaded y Hard Target 2 hay una sola cosa en mente: ofrecerle a su público la dosis necesaria de explosiones, putazos y testosterona que están buscando. ¿Tramas con sentido? ¿Actuaciones creíbles? Mejor busquen en otro lugar porque podrían salir decepcionados. Los elementos en juego aquí son otros. Estamos en el reino de las estrellas de acción venidas a menos (la santa trinidad de las “DTVs” de acción son Steven Seagal, Dolph Lundgren y Jean-Claude Van Damme), las locaciones en Europa del Este y los títulos con “venganza”, “sangre” o “pistola”.
 
Para muchos, ver este tipo de películas es una pérdida de tiempo (por ejemplo, en estas semanas pude haber usado esas horas para ver la filmografía completa de Bela Tarr, aunque no, gracias). De hecho, varios amigos míos no han dejado de mencionarlo. Sin embargo, hay algo que siempre olvidan: cada quien busca algo diferente en las historias que consume. Personalmente, soy el tipo de persona que necesita ver con cierta frecuencia a Scott Adkins partiendo madres en el sudeste asiático. Tal vez otros no tengan esa necesidad, pero yo sí. Y eso último es algo que muchos cinéfilos olvidan constantemente: el por qué gravitamos hacia cierto tipo de historias en ciertos momentos.


“Muchas veces antes de ver una película, ya está construida una opinión”

Hace muchos años, cuando apenas descubría el genio de cineastas como Kurosawa, Kubrick y Bergman, olvidaba esto todo el tiempo. Es casi un requisito del nuevo cinéfilo tener esa mezcla insidiosa de arrogancia, falta de introspección y esnobismo (que muchos nunca se quitan). Aunque nunca fui de aquellos que se negaban al “cine comercial” (después de todo fue The Return of the King la película que me hizo querer dedicarme al cine), sí pretendía diferenciar entre aquellas películas que consideraba tenían “contenido” y aquellas que no. Sin embargo, este juicio no estaba usualmente construido a través del análisis, sino del prejuicio. Quisiera decir que era el único, pero no es así. Este problema persiste en todos los niveles del público. Desde el más desinformado, hasta el cinéfilo que puede describir cada fotograma de Sin Aliento. Muchas veces antes de ver una película, ya está construida una opinión.
 
En mi caso, algunas de las películas “víctimas” de estos juicios sesgados fueron las de la saga de Rápidos y Furiosos. Desde el momento en que entraron en mi radar me preguntaba con genuino desconcierto por qué mucha gente no sólo veía, sino alucinaba estas películas. Siempre he sido fan de la acción y de las persecuciones, pero otro elemento representativo de la transición de audiencia “común” a “cinéfilo” es la parcial negación o justificación de lo que nos gusta (aquí nacen los placeres “culpables”). Y para mí, las películas de Rápidos y Furiosos eran sólo eso, “acción y persecuciones”, sin nada extra que pudiera saciar el hambre de una audiencia más sofisticada.
 
Esto cambió con Fast Five.
 
“Qué pendejada” “cliché” “ugh” “pésimo” son sólo algunas de las palabras que normalmente hubieran pasado por mi mente durante la película. Y, sin embargo, no lo hicieron. Por primera vez con esa franquicia en particular, me encontré disfrutando la simplicidad y casi alegre estupidez que impregnaba la película. Las leyes de la física habían salido por la ventana a los 10 minutos, y se llevaron mi esnobismo con ellas. La secuencia final sigue siendo una de las cosas más estúpidas que he visto en mi vida, y no hubo un momento que no haya estado sonriendo de oreja a oreja.
 
En ese momento entendí. Tal vez no lo podía poner en palabras aún, pero por primera tuvo sentido para mí. Me di cuenta de todas las veces que había menospreciado algo por no poder ver en ese momento su valor o atractivo, sólo para cambiar mi opinión meses o años después. Analizando en retrospectiva el por qué disfruté tanto la película en ese momento recordé lo difíciles que fueron esos años en particular, años en los que encontraba refugio y consuelo en el cine. La dosis perfecta de escapismo que me ofreció la cinta ese día fue liberadora.
 
Una de las cosas que más se olvidan a la hora de conversar sobre cine es el poder que tienen elementos ajenos a la cinta sobre el cómo la experimentamos. El humor en el que estemos, el tipo de día que hayamos tenido. Nuestra edad, nuestro género y orientación sexual. Incluso el qué tan llena está la sala, o quién nos está acompañando. ¿Nunca les ha pasado que están viendo una película que les gusta con algún amigo o una novia, y esa persona no la está disfrutando y por eso ustedes ya no pueden disfrutarla tanto? Todo esto juega a la hora de adentrarnos a una historia. Alguien que nunca ha estado en una pelea ve de manera diferente una escena de acción que alguien que sí. La naturaleza de la violencia y la cercanía de esta cambian los límites de lo que estamos dispuestos a ceder de nosotros mismos para entrar a una historia.


“Una de las cosas que más se olvidan a la hora de conversar sobre cine es el poder que tienen elementos ajenos a la cinta sobre el cómo la experimentamos”

Neil Gaiman escribió en American Gods sobre las islas que somos. O, mejor dicho, las islas que tratamos de ser. Refiriéndose al poema de John Donne No man is an island1, Gaiman escribía que si no fuéramos islas nos ahogaríamos en la tragedia ajena, que mantenemos lejos el dolor de otros, bien delineado y consciente de él, pero sin sentirlo realmente. Por esto, escribe Gaiman, recurrimos a la ficción. Para poder experimentar ese dolor, sin que pueda destruirnos2.
 
Sin embargo, a pesar de esto, una historia puede hacernos un daño real, porque estas requieren que les abramos puertas, que bajemos nuestros escudos y expongamos nuestras vulnerabilidades. Para algunas personas, con ciertos temas, esto es pedir demasiado. Es la razón detrás de los “trigger warnings”. Una historia que contenga escenas de abuso sexual, incluso si estas son manejadas con seriedad e inteligencia, pueden detonar episodios de estrés post-traumático o ataques de pánico en un sobreviviente de abuso. El que se haga burla de estas advertencias demuestra no sólo una severa falta de empatía, sino también una falta de entendimiento sobre la función, el alcance y el poder de las historias y el arte en general.
 
Las historias importan.
 
No obstante, y nadie que haya leído las interminables discusiones sobre cine y literatura en cualquier red social me dejará mentir, se ha invertido demasiado tiempo en discutir qué tipo de historias son las que importan, y cuáles son las que no.
 
¿Todas las historias importan? Y si no es así, si sólo algunas importan: ¿cuáles son y por qué?
 
2.
Star Wars tal vez sea la película más importante de la historia del cine. No la mejor, o la más influyente estética y narrativamente (aunque se podrían argumentar sobre ello, sobre todo en la segunda), sino la más importante. Millones de personas aman esa película. Millones de personas encontraron algo en ella que sólo esa película les pudo dar. Ilusión, un escape, un sueño, lo que sea que les haya dado, ahí estuvo para ellos.  Y no sólo cambió vidas de manera individual, cambió vidas en conjunto. Creó comunidades nuevas, grupos de personas que de otra manera jamás se hubieran encontrado. Creó nuevas tradiciones entre amigos y familias. Aunque compartir nuestra historia favorita existe tal vez desde que nacieron las historias, la escala en que estas películas en particular fueron compartidas sigue siendo algo asombroso. Algo hermoso en sí mismo.


“La necesidad de compartir una historia es algo primordial del ser humano. Compartir algo que amamos es un acto de amor”


La necesidad de compartir una historia es algo primordial del ser humano. Compartir algo que amamos es un acto de amor. Al igual que con la música, el compartir una historia sigue siendo de aquellas cosas místicas, un tipo de alquimia casi indescriptible. Sólo recuerden la emoción que sienten al saber que alguien comparte el amor que tienen por una banda o por una serie de televisión. Es vigorizante. Es eléctrico. Y lo sentimos así porque inconscientemente sabemos con seguridad que esa persona comparte algo con nosotros. Nos recuerda que no somos tan diferentes después de todo. Que, en realidad, no somos islas. Y que no queremos serlo.
 
Por eso también es casi tan intensa la decepción que sentimos cuando alguien que amamos odia nuestra película favorita, porque inmediatamente sentimos una desconexión, una incompatibilidad severa (cabe aclarar que me refiero principalmente a cosas que amamos, cosas cuya presencia en nuestras vidas marca una diferencia real). Por eso estas conversaciones se pueden tornar acaloradas. Involucramos tanto de nosotros en las historias que consumimos que a veces nos sentimos obligados a defenderlas.
 
Recuerdo con claridad la discusión alrededor de Moonlight durante la entrega de los premios de la Academia. Había un grupo de amigos para los que esta era, claramente, la mejor película del año. El otro grupo, no estaba tan seguro. Yo estaba en un lugar privilegiado durante esa discusión porque era uno de los pocos presentes que no había visto la película aún, así que me pude concentrar en seguir y escudriñar la conversación. Mientras se discutían los méritos de la película me quedó muy clara una cosa: hay historias a las que nunca vamos a poder entrar. Uno de mis amigos que estaba en el grupo anti-Moonlight (por llamarlo de alguna manera) simplemente no veía estas cosas que para el otro grupo estaban tan claras como el agua. Mi amigo, una de las personas más cultas e inteligentes que conozco, no podía acceder a esta llamada “obra maestra”. Algunos le podrían recriminar esto, pero no hay por qué. La película, simplemente, no era para él.
 
Quisiéramos pensar que todas las historias están hechas para nosotros, pero no es así. ¡Y gracias a Dios por eso!
 
Es liberador reconocer que no tenemos que tener una opinión sobre todo. Todos obtenemos algo diferente de una obra, y sucederá de vez en cuando que no podamos obtener nada. Algunas historias nos eludirán ya sea porque no tenemos el contexto, o el conocimiento, o los rasgos de personalidad necesarios para disfrutarlas. A veces, incluso, es cuestión de tiempo.
 
Hay cine que exige verse más de una vez. Hay cine que exige analizar cada cuadro. Pero vociferar que este es el único tipo de cine digno de hacerse o de ser llamado “arte” es una estupidez. No todos tienen el tiempo o la inclinación para profundizar en el análisis estético de una película. No todos tenemos que saber la historia del arte. Ciertamente existimos personas a quienes nos atrae y nos sentimos apasionados por saber el cómo funcionan las partes de una historia o el cómo llegaron a ser como son. Personas a las que nos otorga algo en nuestras vidas el leer los trabajos de Campbell, Propp y Bettelheim. Pero no todos quieren o necesitan eso. De ahí deriva este enfrentamiento entre los críticos y los fans, que rara vez atiende o entiende el meollo del asunto.


“Hay cine que exige verse más de una vez. Hay cine que exige analizar cada cuadro. Pero vociferar que este es el único tipo de cine digno de hacerse o de ser llamado “arte” es una estupidez”


Por un lado, tenemos la frágil sensibilidad de la gente que se siente atacada por la intelectualidad de la opinión de un crítico, y por otro tenemos a un grupo de gente que no pocas veces ve a su público con desdén y resentimiento. Por supuesto que la mayoría de los buenos críticos y los fans más inteligentes miran esta “discusión” con desilusión y fastidio (saben que este enfrentamiento no lleva a nada), pero es una discusión inevitable por la torcida percepción que se tiene no sólo sobre la naturaleza y función de las historias, sino la función del crítico.
 
3.
Richard Brody, crítico de cine del New Yorker, escribía que la función del crítico era la de servir como muralla entre el público y la mediocridad. Que su trabajo era proteger a la gente del cine mediocre, porque este atentaba contra el reconocimiento del verdadero arte y de la verdadera grandeza. Mi primera reacción fue decir “Fuck that”. No necesito negarme a los placeres de la mediocridad para reconocer o admirar la grandeza. La mayoría de nosotros, querámoslo admitir o no, somos mediocres. La verdadera excepcionalidad es rara. Una anomalía. Por eso destaca. La grandeza, muchas veces, habla por sí misma. Pero no siempre. Y para mí, es ahí donde entra el verdadero trabajo del crítico.
 
He leídos miles de reseñas y análisis sobre películas, libros, cómics y demás medios narrativos y sinceramente, nunca he leído una reseña que me haya convencido de abandonar o renegar de algo. He leído grandes argumentos contra cosas que me encantan, y he aceptado algunos de esos argumentos, pero estos no anulan lo que esos trabajos en particular me ofrecieron. No anulan las emociones, o los aprendizajes, o las ideas que germinaron gracias a ellas. No anulan lo que significan o significaron para mí. Somos casi inmunes a las críticas negativas. Sin embargo, lo que estos miles de análisis sí han logrado, constantemente, es hacerme ver cosas en obras que no había podido ver por mi cuenta. Los mejores de ellos lograron hacerme ver el valor de trabajos que me habían eludido por completo, y que, en ocasiones, había despreciado.


“La verdadera excepcionalidad es rara. Una anomalía. Por eso destaca. La grandeza, muchas veces, habla por sí misma. Pero no siempre. Y para mí, es ahí donde entra el verdadero trabajo del crítico”


Estas revelaciones no sólo han sido sobre grandes trabajos u obras maestras. A veces es más fácil explicar la belleza de una pradera que la de un pantano. Pero sólo hace falta recordar el lente de Adam Arkapaw y la dirección de Cary Fukunaga fotografiando los pantanos de Luisiana durante la primera temporada de True Detective, o el Swamp Thing de Alan Moore para demostrar que en efecto se puede encontrar belleza en casi cualquier cosa, incluido el fango. Y el pantano del cine, los diamantes en bruto se pueden encontrar si uno sabe dónde buscar.

Mientras muchos se lamentan sobre las oportunidades perdidas, las buenas ideas mal ejecutadas, o sobre las expectativas no saciadas, personalmente siempre he encontrado más satisfactorio y productivo exaltar, y abanderar si es necesario, los atributos más nobles de obras menores. Es un impulso que no muchos críticos de cine comparten, pero que en los últimos años ha ganado tracción. El nacimiento del movimiento del autor vulgar (vulgar auteurism) es testamento de esto. Aunque el término fue acuñado por el crítico Andrew Tracy con una intención peyorativa (usado para describir la obra de Michael Mann), el término fue reapropiado por John Lehtonen y el cineasta Kurt Walker en la página de internet Mubi para analizar, deconstruir y defender el trabajo de cineastas como el del ya citado Mann, Tony Scott, John Hyams y Walter Hill.

Este impulso por escribir sobre trabajos de “segunda” de una manera más seria, a diferencia de la reseña semanal, es comprensible simplemente por la cantidad de material que hay sobre los trabajos de “primera”. ¿Cuántos ensayos, libros y demás análisis no se han escrito sobre Hitchcock? ¿Sobre Tarantino? ¿Pasolini? ¿Sobre grandes películas como The Godfather, Pulp Fiction o Shichinin no Samurai?
 
Las obras maestras exigen que se hable y se escriba sobre ellas, pero justo como el niño más inteligente del kínder, estos trabajos tienden a monopolizar la atención. Sé que puede molestar a mucha gente que ya haya lugares en los que se le puede dar la misma seriedad y profundidad al estudio de obras de cineastas como Paul W. Anderson (sí, el de Resident Evil, no el de There Will Be Blood, ese es Paul Thomas Anderson) que antes estaban reservadas para genios como Angelopoulos, Truffaut o los hermanos Dardenne, pero esto no significa que se pretenda elevar estas obras a esos niveles, simplemente es un llamado a reconocer sus logros, por más pequeños que puedan ser. Y sí, en algunos casos también es un grito de rebeldía en contra de los cánones estéticos y críticos.


“Y aunque podemos argumentar que existen elementos de evaluación objetivos (un buen guión, una buena dirección, una buena actuación), el cómo percibimos estos elementos es enteramente subjetivo”


El impuso humano de catalogar y separar, de definir de maneras muy claras qué es cada cosa, permea toda faceta de nuestras vidas. En la crítica, tanto profesional y académica como la instintiva y visceral del público común, existe el deseo de poder diferenciar lo bueno de lo malo. Y aunque podemos argumentar que existen elementos de evaluación objetivos (un buen guión, una buena dirección, una buena actuación), el cómo percibimos estos elementos es enteramente subjetivo. No hay que olvidar que nuestra realidad, está determinada por nuestro subconsciente. Un subconsciente con limitaciones, prejuicios y tendencias que muchas veces no podemos percibir, mucho menos cambiar. Cualquier análisis estético estará permeado de estas limitaciones, querámoslo o no.
 
Esto no es algo malo. El arte no existe en un vacío. Está inexorablemente conectado a la condición humana. Sólo el ser humano, que sepamos, puede apreciar la belleza de un atardecer, conmoverse con la novena sinfonía de Beethoven, o emocionarse al ver la apoteósica locura que es Dwayne “la Roca” Johnson rompiendo su férula de yeso con la flexión de su bíceps. El arte sólo tiene sentido y propósito cuando está relacionado al ser humano. Sin ese vínculo, carece de significado. Es nuestra humanidad lo que se lo otorga. Ese es el genio detrás de los grandes artistas. El cómo explotar, el cómo explorar ese gran pozo de emociones, ideas y contradicciones que representa la humanidad.
 
Una de las grandes preguntas científicas y filosóficas del siglo XXI es si nosotros seremos capaces de reconocer la vida alienígena cuando la encontremos. Se ha teorizado que, de haber vida en otros lugares del universo, las condiciones que dieron lugar a ella, hayan creado seres completamente irreconocibles para nuestros conceptos del ser. Existe la posibilidad de que incluso ya hayamos tenido contacto con estos seres, pero hayamos sido incapaces de registrarlos como vida. Si estos seres hipotéticos tienen conceptos totalmente diferentes a los nuestros de lo que implica existir, ¿cómo podrían ellos identificar lo que nosotros llamamos arte?
 
¿Cómo podrían distinguir a Shakespeare de la basura? ¿Cómo podrían saber qué es el amor, la muerte o el odio para nosotros? ¿Cómo podríamos identificar lo que ellos llaman arte, si es que llegaran a tener algo así? ¿Cómo podríamos saber cuáles son sus grandes preguntas, sus grandes miedos, sus grandes logros? No podríamos. No sin antes expandir nuestras propias nociones de lo que significa ser.


“En realidad, no hay historias universales. Hay historias humanas. Y como hay variantes de la experiencia humana, hay razones para recurrir a las historias”


Esto tal vez suene demasiado exagerado, pero tomando un ejemplo más terrenal:

Sin alguien que tradujera a Dostoyevski o Tolstói del ruso al español, igual podríamos estar leyendo garabatos al intentar leer sus libros. Sí, los conceptos, ideas y temas en Los Hermanos Karamazov y en Guerra y Paz son enteramente humanos, pero el lenguaje es uno de los códigos más poderosos de la interacción humana, si no lo compartimos, inmediatamente somos aislados. Esta exclusión ni siquiera tiene que ser entre un lenguaje y otro. Leer a Shakespeare en inglés o el Quijote sin las notas de pie (o un diccionario a la mano) puede convertirse en un martirio para los no prevenidos.
En realidad, no hay historias universales. Hay historias humanas. Y como hay variantes de la experiencia humana, hay razones para recurrir a las historias. Hay gente que busca distraerse, otros buscan estímulo intelectual. Muchos buscamos una mezcla de ambas. Hay días en los que queremos conmovernos, otros en los que deseamos morirnos de miedo o morirnos de risa. Hay ocasiones en que después de un largo día de trabajo uno sólo busca un respiro, una bocanada de aire para sobrevivir y llegar al día siguiente.
 
Pero sólo porque algo esté concebido para “sólo entretener”, no significa que esté vacío, o que no sea importante. Lo es. Diría que es tan importante como las grandes obras del canon terrestre. Si nunca has sentido esa necesidad de ver algo poco exigente y reconfortante, felicidades. O tienes una vida perfecta o eres un modelo de la salud mental. Pero para el resto de nosotros hay días en los que necesitamos algo tan simple como ver al Chavo del 8 llorar por su torta de jamón.

“Si nunca has sentido esa necesidad de ver algo poco exigente y reconfortante, felicidades. O tienes una vida perfecta o eres un modelo de la salud mental. Pero para el resto de nosotros hay días en los que necesitamos algo tan simple como ver al Chavo del 8 llorar por su torta de jamón”

Dejé de disfrutar el trabajo de Chespirito cuando tenía 9 años, y nunca fui un admirador, pero nunca olvidé el efecto que su obra tenía sobre la gente de Latinoamérica. Me complace que se analice y se critique la estética, significado e impacto de su trabajo. Todos deberíamos darle la bienvenida a la discusión. Pero hay que hacerlo por los motivos correctos. Tenemos que dejar de querer quitarles cosas a la gente. Esa actitud de “yo sé cómo deberías pasar mejor tu tiempo” nunca ha llevado a nada a nadie. Cuando se trata con desdén la opinión o el gusto de alguien, no importa un carajo que se tenga la razón porque nosotros mismos estamos obstruyendo la conversación. ¿Cuántos ateos han convencido de esa manera a un religioso? La discusión se imposibilita no porque el religioso sea incapaz de abrir su mente para ponderar otras opciones (aunque, también sucede), sino porque el tono despectivo usado para criticar su forma de vida, su manera de darle sentido al mundo, no le deja otra opción más que ponerse a la defensiva.
 
Puede parecer una exageración, pero el origen de las historias radicaba en darle sentido al mundo y transmitir información de generación a generación, elementos esenciales para sobrevivir. Ese es el origen detrás de los mitos, y posteriormente, las religiones. Son historias. Y su efectividad cobra sentido cuando estudiamos el impacto que la narrativa tiene sobre el cerebro humano. Estudios han comprobado que el cerebro humano aprende mejor cuando la información es presentada como una historia. Si estas son producto de nuestra arquitectura cerebral, o esta evolucionó así porque contamos historias no es claro, pero la conclusión a la que podemos llegar es que estas fueron, y siguen siendo, vitales para el ser humano.
 
Por algo el humor de Chespirito resonó con millones de personas. Este llenaba un hueco en sus vidas. El efecto de la religión a una escala menor. No debe sorprendernos el que a veces nos podamos aferrar a estas historias que nos ofrecen algo que no podemos encontrar en otros lados. Las novelas de Twilight y de Fifty Shades of Grey satisfacían las necesidades de sus fanáticos. Podemos sentirnos repelidos por ellas, y podemos comprender hasta cierto punto su atractivo y pensar que lo hacían torpemente, pero esa opinión no va a cambiar la de aquellos que ven el valor de aquellas historias.
 
¿Qué nos queda por hacer? 
 
Aceptarlo. Tratar de encontrar aquello que ven en lo que aman si podemos, y si no, seguir adelante. Esto no implica dejar de analizar o de profundizar en las historias que consumimos, pero sí implica dejar de juzgarlas por lo que nosotros pensamos que deberían ser y más por lo que son. Dejar de decirle a otros lo que deberían hacer con su tiempo cuando no tenemos idea de por qué gravitan hacia lo que les gusta en lugar de lo que nos gusta a nosotros. Nosotros no dictamos las historias que se vuelven importantes. Nosotros no escogemos las que van a cambiar nuestras vidas, o las que van a cambiar al mundo.
 
Del Toro una vez dijo que Hellboy era tan personal para él como El Laberinto del Fauno o el Espinazo del Diablo. James Gunn escribía “Si quieren llamar a la gente que hace películas de superhéroes, tontas, díganlo con todas sus letras. Pero si ustedes, como cineastas independientes o cineastas ‘serios’, piensan que les ponen más amor y seriedad a sus personajes que los hermanos Russo al Capitán América, o Joss Whedon a Hulk, o yo a un mapache parlanchín, ustedes están simplemente equivocados”.
 
Nosotros sólo podemos escoger qué historias consumimos, y cegarnos a la posibilidad de algo trascendental para nuestro espíritu sólo porque pensamos que X tipo de historia no tiene valor, es en el mejor de los casos una lástima, y en el peor una estupidez.
 
Así que ve y pon una película de samuráis. O de luchadores. O de zombies. O de samuráis contra luchadores zombies. Ve y dales una oportunidad. Si las odias puedes mandarme una mentada de madre a mi Twitter.



Carlos Tello de Meneses Vega (1989) es guionista egresado del Centro de Capacitación Cinematográfica. Escribe sobre cine y televisión.  @gurthrogsolrac

[1]  No man is an island by John Donne
 No man is an island,
Entire of itself,
Every man is a piece of the continent,
A part of the main.
If a clod be washed away by the sea,
Europe is the less.
As well as if a promontory were.
As well as if a manor of thy friend's
Or of thine own were:
Any man's death diminishes me,
Because I am involved in mankind,
And therefore never send to know for whom the bell tolls;
It tolls for thee.

[2] American Gods, Neil Gaiman. Editoriales William Morrow y Headline. 2001

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