Por Jorge Luis Tercero Alvizo Cine, juego y crítica irónicaDon’t play a game that I can’t win… Beastie Boys Eugene Fitzpatrick (personaje del filme Until the End of the World de Wim Wenders) dice que si en el principio fue la Palabra, “…in the End, there were only images”. Con esto aludía a esa adicción por la imagen que el humano ha desarrollado desde antes de la llegada del cine, ese juego de la realidad engañada, de la representación al filo de la imagen y del incómodo ojo delator: el del crítico. Si bien la imagen ha proliferado y se ha multiplicado, la interpretación le sigue las huellas a cierta distancia, como sabueso en la cacería de una presa visualmente huidiza. El cine tiene la obligación del criminal de la Pantera Rosa; ese estar lleno de trucos para confundir a su oponente, debe aspirar a ser un ladrón prodigioso que ridiculiza al crítico, lo hace su chavo en todo momento para al final, si todo sale bien, convertirse en su mejor aliado. Pero si todo sale mal, la crítica tendrá que alzarse por sobre la película. Al menos yo no veo otro happy ending posible. Todos siempre tienen una opinión, pero no toda opinión ejerce una crítica, por ejemplo, el cronista de cine (como eran llamados en los tiempos del fundacional Luis G. Urbina, primer crítico mexicano) se veía en la necesidad de dotar su crónica de alguna suerte de apoyo argumentativo para abordar al objeto-película, como en una especie juego, ¿por qué no? ¿Sería descabellado pensar que aquel que acomete el film desde la butaca, cobijado por la bandera del análisis, adopte la misma noción de “juego” o “entretenimiento”, que da vida al cine, como mecanismo interpretativo? Jugar En este punto convendría más que llevar a cabo una extensa revisión monográfica de la crítica a lo largo del siglo XX en Occidente, una breve revisión (y tan tramposa como una película o una crítica de cine) de tres de los principales modelos en la generación del significado cinematográfico. Tres textos de autores muy diferentes entre sí nos darán la pauta: para esto jugaremos un poco con El lobo de Wall Street analizada por Carlos Bonfil y Jorge Ayala Blanco; La noche del cazador de Marguerite Duras, y el fragmento del libro La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1, “Del afecto a la acción: la imagen-pulsión”, de Gilles Deleuze. A partir de estas tres lecturas tan dispares en esencia pretendo dar un panorama de tres de las perspectivas clave de crítica cinematográfica tradicional, la que no depende de una app o de un algoritmo que pueda recomendarnos un filme basado en nuestros likes de Facebook. De los muchos estilos en materia de elaboración de significado, quizás el más arcaico, incluso denunciado por Roland Barthes (en la crítica literaria), es el de lo verosímil crítico: “Lo verosímil no corresponde fatalmente a lo que ha sido (esto proviene de la historia) ni a lo que debe de ser (esto proviene de la ciencia), sino sencillamente a lo que el público cree posible y que puede ser en todo diferente de lo real histórico o de lo posible científico… cierta estética del público”, según señala el pensador francés. Sin embargo, aún en el recurso de lo verosímil ya existe un atisbo de crítica, según David Bordwell, dentro de “la crítica de las artes, la interpretación se puede contraponer a la descripción o al análisis; por otra parte, la crítica en su conjunto se identifica en ocasiones con la interpretación.” David Bordwell también hace su valoración y distingue entre al menos dos grandes tipos de crítica: “Mientras la actividad de la comprensión constituye significados referenciales y explícitos, los procesos de interpretación construyen significados implícitos y sintomáticos.” Cada filme es como una partida de póquer en la que se desafían realizador y espectador (crítico) en una encrucijada representativa, es un mundo cerrado en sí mismo y requiere su propio sistema de análisis. Aunque a veces aparecen películas de diferentes creadores que parecieran ser la misma película, repetida hasta el absurdo una y otra vez.
Pensemos en un ejemplo, un filme analizado por dos críticos. La película es El lobo de Wall Street, de Martin Scorsese, y en primera instancia daremos la lectura de Carlos Bonfil, un renombrado crítico mexicano que publica regularmente en La Jornada. En su texto “El Lobo de Wall Street”, Bonfil opone la efigie de la mesura prosística contra la desmesura de un film desbordado. Con tono contemplativo, sin demasiados artilugios literarios, Bonfil nos ofrece su lectura de la película del director de Taxi Driver: “El lobo de Wall Street… consigue en su incisiva y delirante radiografía del distrito bursátil neoyorquino y de su fauna de frenéticos corredores de bolsa, algo que tal vez no procuraron del todo ni De Palma en la cinta mencionada ni Oliver Stone en El poder y la avaricia (Wall Street, 1987): transmitir, sin el menor asomo de compasión o reprimenda moral, toda la carga de cinismo y vanidad satisfecha de Jordan Belfort, tal como se describe en su autobiografía.” A partir de comparaciones intertextuales con otros filmes, Bonfil analiza la métrica, el tempo y el sendero que el director decidió seguir para construir el exceso y la corrupción de los ladrones de cuello blanco. Contra la mesurada escritura de Bonfil, es interesante contraponer el estilo desbordado de otro reconocido crítico mexicano, Jorge Ayala Blanco: “El fraude viviente canta una trepidante e incontenible loa al vacío de los excesos, pero en el fondo haciéndoles el juego y regocijándose con ellos, tanto en su relieve pintoresco de época (con magna fotografía de Rodrigo Prieto y archinventiva edición exaltante de Thelma Schoonmaker), como en sus alcances épicos, simbólicos, poswellesianos, tóxicos, humorísticos e inmoralistas al final más que moralinos, pues de hecho se está haciendo un demencial elogio ambiguo a la decadencia capitalista salvaje en una fase actual cuyas únicas opciones y compensaciones existenciales pueden ser ya tan adictivas como la ambición desmedida, el ultrapromiscuo sexo duro exhibicionista incluso en la oficina y el consumo a toda hora de diversificadas drogas gruesas, en especial el descontinuado fármaco hindú Ludus.” El gongorino Ayala Blanco embiste el filme con un aparato escritural mitad lírico mitad crítico; este ingeniero químico jamás sugiere lo sintomático que habita El Lobo de Wallstreet, sino que lo grita y lo escupe. Para abordar la película, ataca directamente la subjetiva proyección fantasmagórica del mismo monstruo social que el filme pretendiera denunciar.
Soñar la crítica ¿Y si la película fuera un sueño, la crítica podría plantearse como la reconstrucción de lo onírico? Es en este punto donde la efigie de lo soñado se posa en el texto en “La noche del cazador”, fragmento del libro Los ojos verdes, de Marguerite Duras. Como quien despierta de un sueño donde dos rostros diferentes se unen en una misma entidad, la escritora francesa nos narra lo que vio en el filme de 1955 de Charles Laughton: “Siempre me olvido del principio de la película. Olvido que al verdadero padre lo asesinaron. Confundo al asesino del padre con el padre. No soy la única persona a la que le pasa eso. Mucha gente me dijo que había cometido el mismo error, como si ese padre sólo fuese real por el hecho de haber sido asesinado y participara de la vida de aquel que le dio la muerte más que de la suya propia. En La Noche del cazador no veo la vida creada sino la muerte creada. No veo al padre antes de su consagración por el crimen perpetrado en su persona.” La autora nos entrega la perspectiva del escritor que al enfrentarse al filme lo re-inventa por medio del sueño y una pequeña dosis de psicoanálisis de bajo impacto. Sin ser la lectura de un teórico del cine, Duras nos lleva ante una interpretación que sin dejar de ser muy libre se acerca más a lo sintomático. Bordwell nos recuerda que “mientras la compresión se ocupa de los significados aparentes, manifiestos o directos, la interpretación se interesa en la revelación de los significados ocultos, no obvios.” Y en esos terrenos nos adentra Duras a partir de sus sutiles sugerencias. En Duras se emprende una búsqueda de significados encriptados, como una pesadilla que se disuelve en sueño luminoso. Duras analiza el milagro cinematográfico como el literato que busca lo bello: “El criminal no sabe que está liberado, son los demás quienes lo saben, los niños y la mujer mayor… Al final de aquella noche los niños hallan de nuevo a su padre en este criminal…” Duras nos anuncia la transmutación acaecida por medio del canto, del asesino suplantador al verdadero padre, como una suerte de metáfora de la sociedad estadounidense. Ella no intenta cuestionar la manufactura del filme o su posible falsedad como discurso; la autora es una adicta a la imagen fílmica que quisiera llegar hasta la última esencia metafísica. De tal modo para dar otra vuelta de tuerca recurre a lo intertextual y compara la transformación del personaje de La noche del cazador, con secuencias emblemáticas de la película Ordet (1955) de Carl Dreyer. Si exploramos los oscuros parentescos (plagados de ramificaciones) que hay entre la película y el sueño, nos tropezamos con lecturas como las del teórico Christian Metz, que describe al cine como “… el sueño de un hombre despierto, que sabe que está soñando y que, por consiguiente, sabe que no está soñando, que sabe que está en el cine, que sabe que no está durmiendo.” Si tal fuera concebible, un sueño-filme, el papel del crítico podría equipararse al del psicoanalista, un doctor Freud que más que poner sobre el diván al autor del filme, recuesta al filme mismo. ¿De verdad el crítico es otro soñador más como le sucede a tantos espectadores encerrados en una sala oscura, o mirando televisores, celulares y computadoras, o como el caso de Marguerite Duras?
Para cerrar este recorrido aparece en escena la labor del teórico. Se trata de la efigie del sistema complejo, el cubo de rugby aplicado a la interpretación del juego cinematográfico. Lo que leemos en “Del afecto a la acción: la imagen-pulsión”, capítulo del libro La Imagen-movimiento: Estudios sobre cine I, de Gilles Deleuze, es la revisión de algunas películas y autores a partir de un tratado teórico sobre la imagen y el cine. En su libro, el francés propone un ensayo que pretende la clasificación de las imágenes y de los signos tal como aparecen en el cine. Él consideró como la base de su pirámide teórica a la imagen-movimiento; ésta a su vez se subdivide en imagen-percepción, imagen-afección, imagen-acción, y los signos (no-lingüísticos) que las caracterizan. A partir de esta mecánica, el autor revisa minuciosa y casi tipológicamente el trabajo de los grandes directores de cine. En el apartado seleccionado se revisa aquello que Deleuze llamó la imagen-pulsión –a la que identifica como una expansión del naturalismo literario–, una entidad que según él se encuentra entre las nociones de imagen-afección e imagen-acción: “El realismo de la imagen-acción se opone al idealismo de la imagen-afección. […] Pero, entre los dos, nos topamos con un par extraño: Mundos originarios-Pulsiones elementales. […]El naturalismo ha tenido dos grandes creadores en el cine, Stroheim y Buñuel. […] En Buñuel, el fenómeno de la degradación no presenta menos autonomía […] se trata de una degradación que se extiende explícitamente a la especie humana. El ángel exterminador da fe de una regresión como mínimo igual a la de Avaricia. Sin embargo, la diferencia entre Stroheim y Buñuel estaría en que el segundo concibe la degradación no tanto como entropía acelerada que como repetición precipitante, eterno retorno.” Deleuze emplea para el estudio de la llamada imagen-pulsión los casos de Luis Buñuel y Erich von Stroheim; con especial atención en el primero. En este punto la crítica no se construye simplemente a partir del análisis de una película, sino que nos hallamos del otro lado del juego; aquí la interpretación sintomática de Gilles Deleuze, previamente erigida, se vale de diversos recursos de una tradición cinematográfica para generar una teoría en torno de las películas a las que analiza. Deleuze, además de su clara herencia bergsoniana, tiene una deuda innegable con el Psicoanálisis de Freud, tanto que para este capítulo retoma las nociones de “fetiche” y “pulsión”, aunque con un enfoque ligeramente diferente, encauzado a la explicación de su categoría de imagen-pulsión. De esta manera, la máquina analítica que rastrea significados en los filmes, lleva al teórico hacia elaboradas lecturas sintomáticas, no ya las irónicas interpretaciones o los chispazos eléctricos del crítico no-filósofo. La construcción teórica que surge de la exhaustiva revisión de Deleuze no necesariamente se contrapone a las lecturas de los analistas más desenfadados: de alguna manera logran ser complementarias. Mientras los críticos pueden servirse de teorías como la deleuziana para elaborar sus interpretaciones, la teoría de Deleuze en torno a lo cinematográfico surge de la misma raíz que el afán analítico del crítico, evoca una búsqueda lógica. Es debido mencionar que probablemente en las intenciones del crítico no figure el querer elaborar una teoría sino quizás una literatura juguetona del fenómeno fílmico. El crítico está más cerca del artesano que del artista o del académico, pues como nos recuerda Bordwell: el crítico “como cualquier artesano que utiliza reglas derivadas de la experiencia, recurre a un repertorio de opciones y las ajusta a una tarea particular.” Si el crítico es como un observador y se desmarca del teórico, entonces su lugar está más cerca del detective, sus prácticas de razonamiento rozan lo pragmático desde la suposición analítica, expectan y exploran, pero sin pretender la construcción de un sistema. El famoso crítico estadounidense de los años cuarenta Parker Tyler, definía la labor del crítico en como una suerte de juego abierto empleado para invitar a lecturas más complejas sobre una película: “La única lectura indudable de una cierta película era su valor como adivinanza, un dinámico juego de charadas en el que todos los significados constituyen una cantidad abierta, en el que la única ‘respuesta ganadora’ no era la correcta, sino cualquier respuesta entretenida y pertinente: una respuesta que condujese a especulaciones interesantes acerca de la sociedad, acerca de la capacidad, perenne, profusa y típicamente tragicómica, de la humanidad para decepcionarse a sí misma.” De esta forma, la ironía se desprende del juego interpretativo que propone Tyler; sí, una búsqueda interpretativa en pos de la construcción de significado, pero siempre sin perder de vista el reto juguetón lanzado desde la pantalla. Una partida de tenis sin pelota ni raquetas, como en la última secuencia del Blow up de Michelangelo Antonioni (1966), pero sin perder de vista la trayectoria de un balón cuyo golpe también deja marca. ¿Ironizar, profundizar o teorizar complejamente? Pareciera ser que en algún punto intermedio entre estas tres posibilidades se encuentra la esencia de la crítica fílmica, como en un juego de las escondidas donde se busca sustraer de la imagen el misterio de algo ulterior o la total ausencia de misterio.
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June 2020
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