Por Emilio Converso El uso sociológico generalizado del concepto Máscara, desarrollado entre otros por E. Goffman en su modelo dramatúrgico para explicar las interacciones sociales, considera la careta como aquello que oculta la singularidad honesta y valiosa del rostro humano para remitirlo a un estereotipo usado de manera oportunista en beneficio a la ocasión. Más allá de la válida oposición filosófica entre rostro y máscara[1], la acepción que en este artículo nos interesa asociar al concepto apunta en dirección contraria, pues señalaría el uso de la máscara como una llave o medio para encender y alentar un influjo de poder, que permita desprenderse de bloqueos e imposturas para, a través de nuestra conciencia corporal, acoger la recepción de un sin número de voces y sentimientos universales que han habitado la tierra desde sus orígenes. Nunca antes como en esta época la primacía de la imagen había regido tan incisivamente nuestra sociedad. Apariencias y copias enarbolan la soberanía de lo exterior una y otra vez. Desde la devoción al publicitario sueño “fitness”, hasta la promoción de nuestra existencia virtual en el mercado online, todo esto sin olvidar la continua especulación de nuestra valía personal en tanto posibilidad adquisitiva. En este contexto la metáfora del individuo que muda máscaras a lo largo de su vida para ostentar un perfil exterior adecuado a las situaciones, llegando él mismo a desconocer qué cosa queda debajo de todas esas capas de impostura, resulta bastante afín a nuestra época.
Pero no dejemos que esta asociación acapare y limite el campo semántico de la palabra Máscara. Como bien sabemos, bajo otra mirada, la dignidad e importancia de las simulaciones humanas es indiscutible. En su conocido análisis sobre el juego, por ejemplo, Johan Huizinga nos recuerda el valor del disfraz: “Ese ser otra cosa y ese misterio del juego encuentra su expresión más patente en el disfraz. La extravagancia del juego es aquí completa, completo su carácter «extraordinario». El disfrazado juega a ser otro, representa, «es» otro ser. El espanto de los niños, la alegría desenfrenada, el rito sagrado y la fantasía mística se hallan inseparablemente confundidos en todo lo que lleva el nombre de máscara y disfraz.” Esta capacidad para aceptar y entregarse al juego del que nos habla el autor de Homo Ludens, se funde y se confunde con la esencia misma de lo humano, con su capacidad simbólica, sus mitos, sueños, rituales, arte, tradiciones y sus búsquedas más elevadas. En todas ellas, el juego consiste en la voluntad y compromiso con el que nos entregamos a su ficción/realidad/sentido. Bajo esta línea de pensamiento, el juego de la máscara no consistiría en «pretender» ser alguien más, sino en «convertirse» literalmente en otro. Las teorías e investigaciones sobre tema de la máscara son muchas y muy variadas. Acercamientos antropológicos, sociológicos, filosóficos y artísticos, entre otros, guían y dan muchas luces en el amplio camino de su estudio. Cualesquiera que sean los propósitos de sus búsquedas al respecto, la mayoría de los escritores concuerdan en que el asunto fundamental sobre el uso de la máscara es el poder. Este poder se ejerce, en primer término, sobre quien la porta, y en segunda instancia, sobre la audiencia a la que atrapa con su simbolismo viviente. En esta humilde reflexión en torno al tema quisiera enfocarme en el primer aspecto. No es raro escuchar historias sobre el poder que una máscara tiene para poseer a quien la utiliza. Tanto en México como en Japón se cuentan historias de individuos con experiencias ridículamente cercanas al personaje de la película “La Máscara” protagonizada por Jim Carrey. El paso a un estado de trance profundo experimentado por bailarines o performers durante actos con máscaras es un suceso recurrente en varias ceremonias y bailes tradicionales. “En mayor o menor medida todo aquel que haya buscado decididamente portar una máscara con empeño y seriedad se ha enfrentado a un repentino estado de desapego de su propia humanidad que da lugar a una conexión con algo ajeno a este mundo”[2] El Dr. Sears A. Eldredge profesor emérito de danza y teatro en la Universidad de Macalester en Minnesota y a quien debo varias de las consideraciones de este articulo, ha realizado un trabajo notable en la enseñanza del uso de la máscara con fines escénicos. En su excelente libro Mask Improvisation for Actor Training and Performance nos narra su experiencia de más de 20 años en dicho entrenamiento. Durante todos estos años de trabajo fue testigo de un gran número de practicantes que vivieron poderosas experiencias en las que parecían no estar en control de su comportamiento. Con esto no quisiera sugerir que estaban poseídos en una especie de exorcismo dirigido por el espíritu de la máscara (al menos no por ahora), pero sí habían logrado sentir de manera repentina el poder del carácter proveniente del personaje, el cual modelaba por completo sus movimientos, emociones y pensamientos con una sorprendente coherencia interna, ritmo y una fluidez tal, de la que ni ellos mismos daban cuenta.
Hace un par de años tuve la oportunidad de realizar una residencia en la Isla de Java, Indonesia. Este país, al igual que México, tiene una gran herencia y bagaje relacionado a las máscaras. También tiene cierto grado de cosmogonía animista pues la idea de que las personas o los objetos pueden recibir la influencia directa de cierto espíritu o poder sobrenatural, es aceptado comúnmente. En muchas de sus ceremonias religiosas, festividades o actos públicos aparecen personajes con máscaras que invocan a espíritus o son poseídos por ellos. En los eventos mencionados, los participantes (tanto personajes como audiencia) pueden caer en trance por el influjo de los sucesos acontecidos. Sean estos reales, inducidos, representados o una mezcla de todos, las fuerzas y estímulos que reciben los participantes tienen que ver con el tributo e interacción con dioses, antepasados, espíritus y otras energías invocadas. La máscara juega un lugar preponderante como receptor y medio para dichas energías y fuerzas. Al igual que en otras culturas, se le atribuye el ser un objeto al que recurrentemente habitan diversos espíritus. El bailarín o actor que porta la máscara entrena una serie de posturas establecidas que le permitirán generar un vínculo corporal directo con el temple y la energía evocada. Esta investigación corporal, ya sea a través de estas danzas tradicionales o a través de otras prácticas escénicas, es de suma importancia para provocar en nosotros mismos la fuerza y la expresividad de cada carácter. Si a esto le sumamos una entrega casi espiritual para abordar el acto de usar una máscara, resulta prácticamente inevitable que se dé esta inmersión en el arquetipo del personaje. Asimismo, resulta ineludible también la entrada a un estado mental fuera de lo ordinario que nos aporta una profunda seguridad en nuestro estar, y una sensibilidad especial para captar voces, sentimientos y energías de los seres o esencias invocadas. Independientemente de los motivos por los que hoy en día alguien se interesa en el uso de la máscara, sea con fines rituales, artísticos, expresivos, lúdicos o terapéuticos; la herramienta facilita una valiosa lente para percibir imágenes cargadas de simbolismo, fuerzas latentes en nosotros mismos y los demás, emociones e intuiciones veladas, e incluso una “mágica” apertura a lo desconocido. Hace más de 30 años, una mañana o tal vez una tarde, afuera del Palacio del Sultán de Yogyakarta en Indonesia, unos seres fantásticos de pieles rojas, blancas y verdes, con ojos saltones y colmillos largos; bailaban sin aparente público y teatro, entregados a fuerzas superiores que los movían como si no fueran de este mundo. Una joven viajera adolescente los veía, o al menos así recuerda haberlos visto. Julie Taymor, la creadora de espectáculo de Broadway El Rey León cuenta el relato de este evento que por su misterio y poderío le cautivó y marcó definitivamente como creadora escénica. No cabe duda de que cuando una persona se enmascara y decide de manera contundente afrontar el juego de la metamorfosis…más de un espíritu lo valorará como buena morada por visitar. Muestra de esto, son los excelentes bailarines indonesios, los alumnos de teatro y de danza del profesor Sears, los danzantes mexicanos de máscaras tradicionales, el Enmascarado de Plata y el subcomandante Marcos… así como todos aquellos que en cualquier parte del mundo, en ésta o en otra época decidan utilizar una máscara y abrir el juego de la transformación personal y el viaje a lo desconocido. _________________________________ [1] Oposición desarrollada por Belen Altuna en su artículo “El Individuo y sus Máscaras”. Universidad del País Vasco (UPV/EHU) España [2]“Jaques Copeau Notes”. Leon Chacerel. 1947 BIBLIOGRAFÍA
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June 2020
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