Por Cynthia Fernández Trejo y Carlos Tello de Meneses La ciencia ficción siempre habla de las obsesiones del presente. Como género cinematográfico alimenta y proyecta, al mismo tiempo, el imaginario social. En este texto, sus autores, viajan al pasado para rastrear los elementos que han definido a este género y moldeado sus temáticas. Una aproximación a la “máquina” en el cine de Ciencia Ficción Desde sus orígenes, la ciencia ficción ha sido, sin duda, un laboratorio de mundos posibles. Y algunos de éstos, ya nos han alcanzado. Vivimos en un mundo “ciencia ficcional” que, no obstante, sigue ensayando sus posibilidades en diversos medios discursivos como la literatura y el cine; posibilidades que, lejos de agotarse, siguen y seguirán multiplicándose al mismo ritmo al que avanza nuestra sociedad. Pese a la ya muchas veces anunciada “muerte” de la ciencia ficción, ésta ha demostrado una y otra vez que es capaz de resurgir con nuevas preguntas y un gran abanico de respuestas. Y es que, desde sus orígenes, la ciencia ficción se ha erigido como ese laboratorio en el que pueden ser observados y analizados los fenómenos sociales y culturales de su época a partir de la proyección de mundos posibles. Aunque la ciencia ficción haya encontrado su primera casa en la literatura es imposible pensar éste género sin vincularlo al cine. Es incuestionable que la ciencia ficción ha acompañado al cine desde sus primeros años, casi desde el hallazgo de los hermanos Lumiêre, creciendo y madurando al mismo tiempo que él. No obstante, el origen del cine de ciencia ficción ha sido casi tan cuestionado como el de la ciencia ficción literaria. De entre los ejemplos tempranos más citados destacan el conocido cortometraje Le voyage dans la Lune (Georges Mélies, 1902) y uno de los primeros trabajos de los hermanos Lumière titulado La Charcuterie mécanique (Lumière, 1895). Si bien el primer ejemplo carece de muchos de los elementos básicos que más tarde definirían a la ciencia ficción, ha sido incluido en los anales de éste género por el motivo del viaje a la Luna, una fantasía que ha sido recurrente en la historia del imaginario científico y tecnológico literario. Así es, a pesar de que dicho cortometraje es una exhibición de ilusiones visuales que responden más a una inclinación por lo espectacular que por lo narrativo, el tema del viaje a la Luna es tratado de forma muy similar al propuesto por Julio Verne en su obra De la Tierra a la Luna (1865), es decir, ya no tanto con elementos sobrenaturales o fantásticos sino con una suerte de principios científicos. El segundo ejemplo, por su parte, al presentar un sistema mecánico que convierte a un cerdo en salchichas y otros cortes, da cuenta ya de una de las preocupaciones primordiales del género: el aceleramiento de los inventos, los abundantes descubrimientos científicos y tecnológicos, y la repercusión de los mismos en la sociedad. En este sentido, el cine ha sido “un vehículo fundamental del imaginario tecnológico” y esto “gracias a su capacidad recursiva de narrar acerca de la tecnología, usando para ello recursos tecnológicos […] Discurso y técnica a la vez, el cine sintetiza, en su compleja naturaleza, la amplitud expresiva de las posibilidades técnicas de nuestra era”[1] al tiempo que permite establecer una crítica. El cine es esa “máquina” que ha soñado con “máquinas”. Esa “charcuterie mécanique” de los Lumière es posiblemente una de las primeras manifestaciones cinematográficas de ese imaginario tecnológico, una de las primeras expresiones audiovisuales de la “máquina” en el cine de ciencia ficción que hace referencia (algo como lo que haría tiempo después Charles Chaplin en Tiempos Modernos (1936) a ese acontecimiento que marcó a la sociedad de finales del siglo XIX y principios del XX al cambiar la perspectiva del ser humano frente a las rápidas transformaciones de su entorno: la Revolución Industrial. Este suceso alimentó muchas de las primeras obras de ciencia ficción y legó al género toda una serie de cuestionamientos y discusiones contradictorias alrededor de las “máquinas”. Si bien este “artificio” que permitía mecanizar el trabajo, aumentar la productividad y reducir los tiempos despertaba esperanzas e ilusiones, también se iba perfilando como una amenaza para el hombre en el imaginario colectivo. El cine es esa “máquina” que ha soñado con “máquinas” Ahora bien, la “máquina” como símbolo de la urbe, del progreso, del mundo moderno y la exploración de sus posibles consecuencias, no fue un terreno tan escarbado por el cine de ciencia ficción hasta algunos años después de estos primeros ejemplos, con la película que para algunos representa el primer clásico del género de ciencia ficción: Metrópolis (Frtiz Lang, 1927). Esta obra maestra del cine alemán expresionista, con “una superproducción comparable a lo que sería 2001: Una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1967) en su momento”[2], presenta un mundo futuro en el que Metrópolis, una megalópolis de grandes rascacielos y paisajes urbanos inspirados en la ciudad de Manhattan, se erige como la ciudad de la ciencia y la modernidad. En esta ciudad del futuro, la sociedad está dividida en dos grupos; por un lado tenemos a la élite intelectual que vive en la superficie con lujos y comodidades, y por otro lado, al grupo de obreros que vive debajo de la megalópolis. El paisaje industrial del subsuelo, compuesto por máquinas colosales, es el escenario de la explotación, la humillación y la alienación laboral de las clases bajas. Así, Metrópolis, una mera distopía, expone la desconfianza en el mundo moderno invadido por las máquinas, las cuales, si bien no son las que explotan y controlan a la clase obrera, sí son, en cierto modo, las responsables de la instauración de un orden dictatorial que ha propiciado la desigual división de la sociedad. Metrópolis pone en pantalla una controversial discusión entre el desarrollo tecnológico y el desarrollo social, y alberga la máxima a la que muchos autores sobre el tema han llegado: “la tecnología es uno de los principales factores de transformación social”[3]. Ahora bien, en este contexto de cambios y avances tecnológicos que advinieron desde la Primera Revolución Industrial, las ideas con respecto a la “máquina” y a la “mecanización” derivaron paulatinamente en dos tipos de pensamiento o fantasía: “aquel según el cual las máquinas inteligentes hacen el trabajo por los hombres, dejando a éstos en un paraíso terrenal” y “aquel por el que los seres humanos alcanzan la inmortalidad merced a la introducción de tecnología en sus organismos”[4]. Estas dos tendencias se alimentaron principalmente de toda una serie de ideas preconcebidas alrededor de la figura, casi legendaria, del “autómata” cuyo origen se remonta a los orígenes mismos del hombre. Ya desde el antiguo Egipto, por ejemplo, existieron “estatuas de dioses que incorporaban brazos mecánicos operados por los sacerdotes”[5]. La idea de una máquina capaz de “imitar la figura y los movimientos de un ser animado”[6] (en este caso, el hombre) parecía finalmente no estar tan alejada de la realidad con las primeras máquinas industriales automatizadas. Así, estas dos fantasías se convirtieron rápidamente en motivos de la ciencia ficción literaria y cinematográfica. Tanto la humanización de la máquina (“entendida como la tendencia a incorporar características humanas en los seres mecánicos de modo que puedan llegar, en algún punto, a reemplazar al hombre en algunas o todas sus funciones y atributos”[7]), como la mecanización del ser humano (“definida como la propensión a introducir caracteres tecnológicos en los seres humanos de forma que logren superar sus limitaciones biológicas”[8]), son dos de los más importantes motivos que abundan en el cine si de hablar de “máquinas” se trata. Así, volvamos una vez más a la obra maestra ya mencionada de Fritz Lang: Metrópolis. Sin duda, esta película ha pasado a la historia del género por haber sido la primera en poner en pantalla a un autómata o “robot”. Antes de esta obra ni siquiera el término era popular (éste nació tan sólo unos años antes de la película de Lang en una obra teatral de ciencia ficción del dramaturgo checo Karel Câpek titulada Opilek (1921) con el fin de referirse a “un conjunto de máquinas inventadas por un científico para realizar tareas pesadas y aburridas”[9]). En Metrópolis, se proyecta a un clásico científico desequilibrado que ha creado a un robot con el fin de producir a un doble de María, de suplantarla y de esta forma poner en marcha una rebelión de los obreros que acabe con la ciudad. Este robot marcaría el inicio del “mito” del robot en el cine de ciencia ficción tal y como lo haría en la literatura el conjunto de obras que formalmente consolidaron la figura del robot en la cultura y que sin duda influyeron en el discurso cinematográfico; nos estamos refiriendo, por supuesto, a las novelas y relatos del prolífico escritor de ciencia ficción: Isaac Asimov. En estos mundos posibles, las “máquinas” han alcanzado un grado de semejanza con el hombre que va más allá de lo físico; las máquinas de esta nueva “generación” han logrado emular la psique humana. Durante las primeras décadas de este género en el cine, la “humanización de la máquina” fue uno de los temas más explorados. Después de Metrópolis hubo otras películas en las que los “dobles” eran cada vez mejores en cuanto a constitución física y psicológica. Para esto, se puede tomar de ejemplo a Robby de Planeta Prohibido (Fred M. Wilcox, 1956), la adaptación futurista de La Tempestad de Shakespeare. La robusta constitución metálica de Robby no oculta su clara forma antropomórfica que imita los movimientos humanos con tal gracia que despierta una sonrisa en el espectador. Asimismo, Robby no sólo da prueba de una gran fuerza, habilidad e inteligencia (basada en la capacidad de almacenar una gran cantidad de información) sino que también parece ser capaz de sentir y emocionarse. Este último rasgo, más bien psicológico, alcanza uno de sus puntos álgidos con HAL 9000, la poderosa computadora proveída de inteligencia artificial que se encuentra en la nave “Discovery One” en 2001: una odisea en el espacio (Stanley Kubrick, 1968) y de cuya personalidad muchas películas han echado mano como la más o menos reciente producción animada de los estudios de Disney y Pixar: Wall-e (Andrew Stanton, 2008). En 2001, la máquina toma conciencia de su existencia, teme por su “muerte” y, como obedeciendo al instinto humano más primitivo, la supervivencia, se rebela contra el humano preservar su existencia. Así pues, prácticamente hasta los años setenta se ve en pantalla, en su máximo esplendor, la aparición de seres artificiales “construidos con metales simples como el aluminio o metales sofisticados tomados de planetas lejanos, dotados de poderosa dialéctica o totalmente mudos, complejos cerebros electrónicos o simples herramientas manejadas por control remoto, figuras amenazantes o sumisos sirvientes”[10]. Ahora bien, a partir de los primeros años de la década de los setenta, el robot –término que entonces ya comienza a ser anticuado y poco a poco es sustituido por el término de androide utilizado para designar a "una identidad idéntica, en su máxima expresión, al ser humano”[11]– , tal y como se presentaba en los primeros años, dejará de abundar en los filmes de ciencia ficción para hacer espacio a un nuevo tipo de seres artificiales que, si bien son deudores de estos primeros, han alcanzado un alto grado de “humanización” gracias a un nuevo elemento que se suma a su constitución: el elemento biológico[12]. Se trata ahora de seres artificiales “compuestos” que fusionan lo mecánico con lo biológico, que adquieren la forma física (y psicológica) más humana posible y que, por lo tanto, son capaces de engañar sobre su naturaleza artificial. En estos mundos posibles, las “máquinas” han alcanzado un grado de semejanza con el hombre que va más allá de lo físico; las máquinas de esta nueva “generación” han logrado emular la psique humana. Y así, las preguntas que desatan se han elevado a un nivel superior, mucho más profundo, que pone en cuestión la naturaleza del hombre mismo. _______________ [1]Koval, Santiago. “La integración hombre-máquina: lo concebible y lo realizable en la ciencia real y en la ciencia ficción” (p. 19-34) en Revista Anàlisi. Quaderns de Comunicació i Cultura, N°46, Año 2012, p.24. [2]Memba, Javier. La edad de oro de la ciencia-ficción (1971-2011) De ‘La Guerra de las Galaxias’ a los superhéroes, p. 33. [3]Koval, Santiago. “La integración hombre-máquina: lo concebible y lo realizable en la ciencia real y en la ciencia ficción” (p. 19-34) en Revista Anàlisi. Quaderns de Comunicació i Cultura, N°46, Año 2012, p. 22 [4]Ibíd., p. 21. [5]Zabala, Gonzalo. “Robótica. Guía práctica y teórica. Aprenda a armar robots desde cero” en Revista Power Users, N°31, Año IV, Abril de 2006, p. 17. [6]Real Academia Española (2014). Diccionario de la lengua española (23ª edición) Consultado en http://buscon.rae.es/drae/srv/search?id=zpWbOiFMYDXX2npWwz9P [7]Koval, Santiago. “La integración hombre-máquina: lo concebible y lo realizable en la ciencia real y en la ciencia ficción” (p. 19-34) en Revista Anàlisi. Quaderns de Comunicació i Cultura, N°46, Año 2012, p. 21. [8]Ibíd, p. 21. [9]Zabala, Gonzalo. “Robótica. Guía práctica y teórica. Aprenda a armar robots desde cero” en Revista Power Users, N°31, Año IV, Abril de 2006, p. 17. [10]Koval, Santiago. “La integración hombre-máquina: lo concebible y lo realizable en la ciencia real y en la ciencia ficción” (p. 19-34) en Revista Anàlisi. Quaderns de Comunicació i Cultura, N°46, Año 2012, p. 25. [11]Koval, Santiago. “Androides y posthumanos. La integración hombre-máquina”. En Diego Levis. Comunicación y Educación, 2006. Consultado el 10 de diciembre de 2014. Disponible en http://diegolevis.com.ar/secciones/articulos.html, p. 3. [12]Koval, Santiago. “La integración hombre-máquina: lo concebible y lo realizable en la ciencia real y en la ciencia ficción” (p. 19-34) en Revista Anàlisi. Quaderns de Comunicació i Cultura, N°46, Año 2012, p. 25.
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