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Ficciones

Cuentos, relatos, guiones y fragmentos de novela

El casillero del diablo*

3/22/2015

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Por Vicente Leñero

El evangelio de Lucas Gavilán, El Crimen del Padre Amaro, El pueblo rechazado y Parábolas: el arte narrativo de Jesús de Nazaret.
Tanto en cine, en teatro o en su obra narrativa, Vicente Leñero abordó una de sus preocupaciones literarias: la religión católica. 
En este cuento inédito, el maestro generoso, además de crítico implacable, sostiene una conversación sesuda, pero aderezada con pizcas de humor, sobre la figura del Diablo. 
Publicamos este texto a manera de homenaje al hombre que dedicó muchos años de su vida a la formación de narradores y guionistas en su taller “Sólo los jueves”.

Imagen
A manera de prólogo
Por Fernando Zamora

Entré al taller de Leñero en la SOGEM a finales de la década de los noventa del siglo pasado. A menudo después de leer un guión, un cuento o una novela, los del taller nos íbamos con el maestro Leñero a un bar que hay en la esquina de la Sociedad. Charlábamos de literatura, cine y otras pasiones que incluían la teología. En efecto, a Vicente Leñero le apasionaba discutir sobre la existencia de Dios. Lo hicimos varias veces. Tal vez por eso la última vez que lo vi en una despedida que organizamos en Cuernavaca, él leyó un cuento sobre mí. Lo intituló El casillero del diablo. El 29 de julio de este año, después de haber faltado varias veces al taller, escribió la siguiente nota:


“Queridos compañeros de los jueves:

Perdón por la tardanza. Agradezco a todos y a cada uno de ustedes las palabras y los regalos que he recibido. No tengo muchas esperanzas, pero me defenderé todo lo que pueda.
Mi cariño y abrazos.

Vicente Leñero”.

Uno

–¿Tú crees en el diablo? –me preguntó Fernando Zamora mientras tomábamos tragos en el bar Janis junto con algunos compañeros del taller “Sólo los jueves”.

           Sonreí.

           –¿Crees en el diablo? –me volvió a preguntar. 

          Fernando Zamora era un cuarentón creyente. Además de haber escrito dos magníficas novelas, de haber obtenido maestrías en cine y literatura y de impartir clases en algunas universidades de Estados Unidos, había estudiado teología en la Pontifica Universidad de la Santa Cruz de Roma y ahora publicaba críticas de cine para el suplemento cultural del periódico Milenio. 

            –¿Por qué me lo preguntas?

            –Por qué me interesa saber del diablo, nada más. 

            En esa charla y en otras remití a Zamora a un libro que en 1999 publicó mi querido amigo Enrique Maza, jesuita. Se llamó precisamente El diablo. Orígenes de un mito. El breve discurso de Maza (112 páginas) arranca con el “nacimiento” del diablo en los libros del legendario Henoc. Este Henoc, durante sus viajes por los siete cielos, descubre a los ángeles buenos y se entera de la caída de los ángeles rebeldes convertidos en demonios y lanzados al infierno, un infierno creado especialmente para ellos. 

          –Lucifer a la cabeza, ¿no? De algún modo esto se cuenta luego en el Apocalipsis y Milton escribe El paraíso perdido. 

            –Según Maza, desde luego, todo eso es fantasía, alegoría, ficción. “El diablo sólo puede ser un símbolo del mal, una abstracción o, si se quiere, una personalización simbólica del mal, no es un ser personal. No sólo no tiene las características que constituyen a las personas, sino que es la negación y la destrucción de esas características, en una contradicción viviente que no puede ser sino una figura simbólica, una comodidad literaria para darle un nombre manejable a una abstracción del mal.”

            –¿Y que es el mal?

            –El mal radica, sí, en la falta de amor al prójimo, pero es un amor visto en la línea de la realización de la justicia social. “El hombre ha de considerarse el único responsable ante la historia, sin atribuir a Dios o al demonio lo que es una historia suya, personal. La historia es del hombre no de Dios, es su tarea, no la tarea de Dios; es la creación de su libertad, fruto de su amor o de su odio, de su justicia o de su injusticia. Es el dominio lúcido del hombre. Ahí no cabe el demonio que le disputa al hombre su libertad y su misión. Si no tiene sentido la intervención de Dios en la historia, menos tiene la injerencia del demonio”.

            –Y qué dice tu amigo de las posesiones diabólicas.

            –“Es explicable que se creyeran esas cosas en el reino de los persas y en Edad Media, cuando no había otra explicación. Hoy las ciencias del hombre –la psicología, la psicopatología– explican perfectamente todos esos fenómenos. Si no se trata de una enfermedad se trata de una contradicción al amor porque la posesión diabólica hace del hombre un instrumento involuntario del odio. ¿Dios manda el amor y permite que una fuerza sobrenatural de odio se apodere del hombre, lo esclavice y lo obligue a hacer actos de odio?... Dios sería entonces un payaso cruel y pretencioso que se divierte destruyendo sus juguetes y se ríe causándoles sufrimiento y terror. Seguir hablando de posesión diabólica es seguir aterrorizando a los hombres con fuerzas lóbregas, que sólo los sacerdotes pueden controlar, para obligarlos por el terror a ser buenos. El dios que corresponde a esta concepción es sólo un instrumento sádico del poder humano para controlar conductas en una religión mágica contraria a las enseñanzas de Jesucristo.”, dice Maza.

            –Pero en los evangelios Jesús se enfrenta a los demonios, digo. Discute con ellos, los maldice, los expulsa.

            –“Los relatos evangélicos de posesiones diabólicas y de expulsiones son simbólicos. El cuerpo, en la concepción judía, es lo que da presencia en el mundo al espíritu y le permite operar. Cuando el espíritu se vuelve el mal, el cuerpo queda poseído por esa maldad. Ese hombre tiene un espíritu de maldad. .. Jesús viene a ofrecer el reino. No lo impone. El amor y la vida que de él derivan no se imponen, sólo se ofrecen, porque son gratuitos. En cambio, el mal impone su reino de odio y su dominio de muerte. A ese mal le llamamos demonio, el diablo que se apodera de nosotros, el mal que se escoge y posee. El amor libera, el mal somete, se posesiona, domina.”

            –¿Y los demonios concretos con que se enfrenta Jesús? Las tentaciones. La legión de diablos a los que lanza a una piara de cuervos. ¿Son simbólicos? ¿Son metáfora, alegorías?

            –Sí, lo son. Y narradas por evangelistas no por Jesús. Lo que hace Enrique Maza es analizar evangelista por evangelista en relación con el tema y explicar las anécdotas tomando en cuenta el estilo literario y el propósito a seguir en la época en que fueron escritas.

            –Analizar su simbología, dices. Trata de desmontarlas, de traducirlas.

            –Sí, porque son simbólicas. No hay de otra. Eso dice el libro de Enrique Maza. 

            –Me gustaría echarle un vistazo. No estoy muy convencido de lo que me explicas. 

Dos

–Cuando por fin apareció El diablo. Origen de un mito después de tres años de preparación, Enrique nos invitó a Carlos Monsiváis y a mí a presentarlo en una sala repleta de la Casa Lamm. Yo leí cuatro páginas felicitando a Enrique por razonar lo que siempre hemos creído o intuido creyentes y agnósticos: que Satanás es un mito, no un ser personal.

            –¿Y Monsiváis?

         –Él se salió por la tangente. Traía un bonche de hojas escritas a lápiz, llenas de tachaduras, revueltas: saltaba de una página a otra porque al parecer no había tenido tiempo de pasarlas en limpio. Sentía nostalgia por el diablo ––dijo––, el diablo de la Divina Comedia de Dante, el Mefistófeles de Goethe, el de Bulgakov, el de Bernanos. Le lastimaba que se dijera que el diablo no existe cuando ha sido personaje tan importante de la literatura universal y hasta del cine. El texto de Monsi, según yo, parecía bien documentado pero era una improvisación redactada al cuarto para las doce. No me gustó.

            –¿Y cómo reaccionó la gente durante la presentación?

           –Se hicieron muchas preguntas, muchísimas, que Maza respondió con facilidad e inteligencia. Dominaba el tema.

            –Me imagino que algunos no estarían de acuerdo con su tesis.

           –Cuando le preguntaron sobre la práctica del exorcismo, él relató una anécdota que incluía en el libro: su experiencia personal en Ohio en 1961 con una niña de nueve años a la que sometieron a un tormento espeluznante.

            –¿A tu amigo lo llamaron para exorcizarla?

       –Sí, porque la niña confesó que fue el diablo quien le ordenó cometer sacrilegios con la hostia consagrada. Enrique contuvo la ira de los feligreses linchadores y en vez de exorcizarla los convenció de que la chiquilla no tenía el diablo dentro: sufría una crisis histérica por los maltratos continuos de su madre; trataba de vengarse. También se discutió durante la presentación del libro sobre las alegorías, sobre los mitos, sobre las diferencias entre el mundo simbólico y el real, hasta sobre el fenómeno de la transustanciación que –asunto de fe–convierte la hostia y el vino, durante la consagración, en el cuerpo y la sangre de Cristo. Yo me atreví a responder –con escándalo– que la transustanciación era una metáfora poética, una metáfora bellísima de la misa, sólo eso. Ahí terminó la reunión.

            –No era para menos.

         –Al día siguiente, un amigo sacerdote telefoneó para decirme, bromeando, que esa misma noche el diablo en persona iba a llegar a mi cama a jalarme las patas.

            –Me imagino que el libro se vendió muy bien.

            –Se agotó la edición de mil ejemplares en un par de años aunque no recuerdo que se hayan publicado reseñas en los periódicos, quizá una o dos. La polémica se produjo más bien en algunas organizaciones católicas tradicionales y en los medios clericales. Le tundieron a Enrique Maza, primero porque no tenía esa autorización eclesiástica para los libros de teología escritos por sacerdotes.

            –El Imprimatur, el Nihil Obstar

            –Que ya no se le pide a nadie, creo. Y luego por su increencia radical en el diablo como eso, como ser personal. Le tundieron durísimo y hostigaron a la Compañía de Jesús.

            –¿Los propios jesuitas se lanzaron contra tu amigo?

        –No tanto, ya vez cómo son los jesuitas de comprensivos. Los provinciales de la orden empezaron defendiéndolo. Mario López Barrios y Juan Luis Orozco. Incluso nombraron a un grupo de teólogos para que analizaran el libro desde el punto de vista doctrinal y no lo consideraran herético, hasta rindieron un informe positivo, sesudo. Pero no sirvió para nada. Tuvo que intervenir el propio General de los jesuitas en Roma.

            –El padre Arrupe, que era muy manga ancha, según decían.

            –No, el padre Arrupe había muertodesde el noventa y un, en tiempos del papa polaco. El General de la orden era ya un alemán: Hans Kolvenbach que no soportó las presiones en el Vaticano de la Congregación Para la Doctrina de la Fe, como se llama ahora la Inquisición.

            –En tiempos del Concilio, con Ottavianni, se llamaba el Santo Oficio, ¿te acuerdas?

          –Ahora le pusieron Congregación para la Doctrina de la Fe, como para suavizar el término, aunque siguió siendo igual o peor de implacable en el papado de Juan Pablo II. La dirigía Ratzinger, el que sería luego Benedicto XVI, o Nosferatu XVI, como lo apodaba Ignacio Solares por su facha de vampiro ambulante. Ese Ratzinger terminó filmando una carta terminante contra Enrique Maza en que le pedía, además de una retractación pública, la inmediata destrucción de los ejemplares del libro. Ignoraba el pobre que El diablo ya no circulaba y que los editores de Océano no tenían planeada una segunda edición por motivos simplemente comerciales, porque pensaban que el El diablo ya había agotado sus posibilidades de venta. Así son los editores, ya los conoces. Nada sabían del escándalo entre sotanas mantenido con absoluta discreción.

            –Con que se destruyera el libro, el Vaticano ya no tendría el problema de excomulgar a tu amigo.

         –No. Seguían pidiendo una retractación pública. Y obedecer además una serie de condiciones que el General de la Curia Generalizia della Compagnia di Gesú, en Roma, le enunció por carta a Enrique Maza.

            –¿Cuáles condiciones?

         –Reconocer que el libro contiene afirmaciones que no corresponden con la Doctrina de la Fe. Afirma explícitamente el ser personal del demonio y su influjo negativo en la historia humana. Afirmar la fundación de Jesús de la religión católica y su función salvadora universal. Afirmar el núcleo histórico de la expulsión de demonios en los evangelios. Y otras declaraciones del libro consideradas heréticas.

            –Y qué hizo tu amigo, ¿se retractó?, ¿lo excomulgaron?

            –Lo que hizo finalmente Enrique Maza fue no responder a la Congregación de la Doctrina de la Fe. Dejó pasar el tiempo.

            –¿Cuánto tiempo?

            –No contestó nunca a esa admonición, como si no la hubiera recibido. Así de simple.    

            –¿Y sus superiores?, ¿El General, el provincial de los jesuitas?

          –Se quedaron también calladitos, al parecer, y el asunto quedó flotando en el papeleo y la burocracia del Vaticano que debe ser tan desordenada como cualquier burocracia. Seguramente están repletos de casos semejantes por resolver que se quedan pendientes por ahí: denuncias contra posibles apóstatas, acusaciones a los teólogos de la liberación, condenas a sacerdotes casados, qué se yo.

           –Para mí que el diablo debe de andar por ahí, atizando el totum revolutum de los archivos del Vaticano ––sonrió Fernando Zamora––. El diablo nunca duerme y trabaja para lo que le conviene. Para que sigan creyendo en él, diga lo que diga tu amigo.

            –¿Eso piensas?

            Fernando Zamora encendió un cigarrillo. La punta se encandeció, como si proviniera del infierno.


“Según Maza, desde luego, todo eso es fantasía, alegoría, ficción. ‘El diablo sólo puede ser un símbolo del mal, una abstracción o, si se quiere, una personalización simbólica del mal, no es un ser personal: en una contradicción viviente que no puede ser sino una figura simbólica.’”



Tres

Como solía ocurrir de vez en cuando, Fernando Zamora se ausentó del taller durante una larga temporada. Se fue a impartir un curso de filosofía en Memphis, me informó Hugo Gutiérrez Valdepeña. Pero volvió, como siempre, con el borrador de un guión de cine que ocurría en El Vaticano: el juicio secreto a un polémico personaje de la Iglesia que parecía inspirado en Marcial Maciel. 

            Recuerdo los detalles porque una semana después del regreso de Zamora visité las librería Verbum, especializada en libros religiosos, para comprar un par de volúmenes de la Biblia de América, una versión de la célebre Biblia de Jerusalén pero redactada en el español de nuestro continente, sin el molesto uso de “vosotros” y los “íos” o “íais” que nos obligan a soportar las traducciones al español de España. En el momento de pagar en la caja, me sorprendió un pequeño folleto esparcido en el mostrador, como publicidad. Anunciaba el Décimo Congreso (en realidad un cursillo) de Exorcistas y Auxiliares de Sanación, Liberación y Expulsión de Demonios, autorizado –según el folleto– por el cardenal Norberto Rivera Carrera, arzobispo primado de México. 

            Si no se tratara de una invitación formal, solemne, pensaría en una broma o un anuncio de película tremendista. Qué pensaría Enrique Maza, santo Dios. 

¿Todavía existen y se promueven esas patrañas exorcistas en nuestra Iglesia?

            Pues sí, por lo visto. El objetivo del congreso consistía en proporcionar a sacerdotes y laicos los conocimientos básicos, bíblicos, doctrinales, teológicos, normativos, litúrgicos y experienciales, necesarios para un correcto ejercicio de este ministerio de sanación y liberación como parte de la acción ordinaria de la Pastoral de Evangelización, y para que obtengan así los sacerdotes, no exorcistas, los criterios de discernimiento para atender de primera instancia a tantos feligreses que, con reales o supuestas posesiones o influencias demoniacas, buscan ayuda y consuelo, y puedan atenderlos correctamente y sólo envíen al exorcista oficial los casos más difíciles de discernir. 

            No disminuyó mi sorpresa.

            El folleto detallaba algunos de los temas a tratar en el cursillo:

            El R.P Paolo Carlín OFM, capuchino, disertaría sobre El diablo, realidad o superstición; El maligno, fuente de todo mal… El R.P. François Dermine OP, sobre La fenomenología de la presencia diabólica y su discernimiento; Riesgos y errores relativos al exorcismo, como los de interrogar al demonio; La superstición, la magia y lo diabólico.

            Otros hablarían de La existencia del diablo en el Antiguo y Nuevo Testamento (Monseñor Florencio Armando Collin), Las últimas enseñanzas del magisterio de la Iglesia sobre la existencia del diablo y el exorcismo (Dr. Miguel Ángel Flores Ramos), El poder y las limitaciones de los demonios (P. Luis Marañón). Etcétera. 

            El curso ocuparía tres días y era exclusivo para sacerdotes “con licencias vigentes para ejercer este ministerio”, pero también se admitía a laicos con carta de recomendación de un sacerdote experto “en este ministerio”. Con comidas para tres días costaba cuatro mil ochocientos pesos por persona en cuarto individual, y cuatro mil cuatrocientos en cuarto doble. El lugar: la casa Xitla, en calle del Convento 37, Barrio Santa Úrsula Xitla, en la Delegación Tlalpan. 

            Un jueves, dos días después de mi visita a la librería, Verbum con mi increencia en el diablo vapuleada, herida mi fe, leí y comenté a mis compañeros del taller el folleto del escandaloso cursillo. La mayoría lo consideró un asunto intrascendente, una muestra más ––dijo Eduardo Yribarren–– de lo retardatario de la Iglesia. 

            Fernando Zamora alzó la voz:

            –Yo me apunto.

            –A qué.

            –Yo me apunto.

            –¿A qué te apuntas?

            –Al curso de exorcistas. 

            Se oyeron risas. 

            –Es solamente para curas –advirtió Diana Benítez. 

            –No. Ahí dice que admiten laicos con recomendación. Yo tengo un par de amigos en la arquidiócesis, seguro me apoyan. El padre Gracián Montero estuvo conmigo en Roma. 

            No se habló más del asunto porque Victoria Brocca le correspondía leer en la sesión de ese jueves un capítulo de su novela sobre la Geisha. Y ahí murió el tema. 
 

“Ahora le pusieron Congregación para la Doctrina de la Fe, como para suavizar el término, aunque siguió siendo igual o peor de implacable en el papado de Juan Pablo II. La dirigía Ratzinger, el que sería luego Benedicto XVI, o Nosferatu XVI, como lo apodaba Ignacio Solares por su facha de vampiro ambulante. Ese Ratzinger terminó filmando una carta terminante contra Enrique Maza en que le pedía, además de una retractación pública, la inmediata destrucción de los ejemplares del libro”.



Cuatro

Por Cecilia Pérez Grovas supe después que Fernando Zamora había conseguido fácilmente la autorización para asistir al curso gracias a ese tal Gracián Montero, preceptor en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, y durante tres días de agosto de 2013 se internó en la Casa Xitla de Tlalpan en una habitación para dos personas de las que cobraron cuatro mil cuatrocientos pesos con todo y comidas. 

            Busqué a Fernando una semana después para que me platicara su experiencia con los exorcistas pero no lo encontré ni en su correo electrónico. O se hallaba en Cuba, en uno de esos cursos de cine de San José de los Baños que solía impartir, o me estaba rehuyendo intencionalmente. Qué ingrato. Sabía que yo ardía de curiosidad y me ignoraba: tal vez por eso, porque yo no creía en el diablo y a él lo convencieron durante el congreso. Con suerte se dio cuenta de que aquello era una celebración más de la iglesia conservadora y se escapó de la Casa Xitla luego de las primeras sesiones. No sé. 

            Por fin, a mediados de septiembre me telefoneó a mi casa y quedamos de vernos en el bar Janis un miércoles por la tarde. 

            Lo noté extraño, escurridizo, con un moretón en la frente causado por un tropiezo absurdo al bajar de su auto, según me explicó. 

            Empezó con rodeos, saliéndose por la tangente. Sí, había estado en el cursillo de exorcistas durante tres días. No le fue fácil llegar a Casa Xitla, de noche y bajo la lluvia, porque al llegar a las Fuentes Brotantes tomó rumbos equivocados en el enredijo de calles y callejones de ese barrio de Tlalpan que desconocía por completo. La casa y las habitaciones le parecieron aceptables.

            No tan cómodas como las de la Pontificia de la Cruz o la Residencia Universitaria de Madrid, donde se hospedó durante un curso de cine de la Fundación Carolina. Lo ubicaron en un cuarto doble, austero como una celda conventual, con un cura ensotanado que no se desprendía de unos lentes oscuros imprenetrables y se mantenía en silencio: sólo murmuraba buenos días, buenas noches, que descanse. A la hora de los alimentos se situaba en una mesa apartada, sin compañía. Luego deambulaba por pasillos y patios hundido en sus meditaciones con la cabeza gacha. No asistía a las misas, no participaba en las discusiones ni hacía preguntas a los ponentes. La verdad, un tipo extraño ––subrayó Zamora––, con el que pude hablar largamente, por fin, la última noche del curso. 

            –¿Pero y las conferencias, qué tal? –lo interrumpí porque sólo parecía interesado en el vejete de lentes oscuros. 

         –Largas, reiterativas, ya te dije. Demasiada insistencia en los demonios del nuevo testamento, en las supersticiones sobre el diablo, las misas negras; nada que no supiéramos el común de los creyentes. 

            –Se habló del exorcismo, desde luego.

           –Lo más interesante para mí –dijo Zamora– son las diferencias que la Iglesia establece entre la influencia demoniaca que puede sufrir una víctima y la posesión demoniaca. Son los dos niveles en los que opera el demonio. 

            –¿Y cómo detectan la influencia demoniaca?

            –Es la experiencia de sentir el maligno. 

            –¿Y en qué diablos consiste sentir el maligno?

            Zamora sacó de su chamarra una libreta negra, Moleskine, y leyó sus apuntes: 

            –Consiste en escuchar voces, en observar siluetas o sombras, en padecer enfermedades que no logran diagnosticar los médicos, en ver que se aparecen personas ya muertas. 

            –Eso es puro material psiquiátrico.

          –La posesión demoniaca es más complicada y más grave –siguió leyendo en su libreta–. Los síntomas más evidentes son, según los expertos: hablar en latín cuando no se sabe latín, tener una fuerza bruta capaz de romper cadenas, saber lo que sucede al mismo tiempo en otro lugar, sentir aversión por lo sagrado. 

            –Según eso, sólo a los creyentes se les puede meter el diablo. 

            –Eso lo pregunte al padre Dermine y me contestó que estrictamente sí, pero no siempre. Al demonio no le interesan los ateos porque ellos ya están ganados para su causa. 

            –Uy qué fácil. 

            –No te rías, carajo, la explicación es más complicada. 

           –Tus conferencistas viven en el pasado pasadísimo, Fernando, con ganas de mandar brujas a la hoguera como las de Salem, ¿te acuerdas de la obra de Miller? O la famosa madre Juana de los Ángeles. 

            –En el congreso no se habló de brujas, que al fin de cuentas pudieron ser simples endemoniadas. 

            –O no. 

            –O no, por supuesto, claro. 

            –Y ahora, en lugar de mandarlas a la hoguera las exorcizan. 

            –Para eso existe el exorcismo moderno. Así lo entienden ellos. 

            –¿Y cómo lo aplican?, ¿te enteraste?

         –Según el padre Dermine, lo primero que necesita averiguar el exorcista es el nombre del diablo que posee al endemoniado. Se le debe preguntar su nombre porque hay miles: Belcebú, Baal, Mefisto, Arimán… Miles, toda una legión. Averiguar su nombre pero no someterlo a un interrogatorio ni discutir con él. Solamente enfrentarlo con agua bendita y crucifijos y todas las oraciones que ya existen desde hace siglos en la liturgia del exorcismo. 

            No pude disimular una nueva risita irónica. Más que un informante, Fernando Zamora me pareció de pronto un convencido de lo que había escuchado en el cursillo. Se lo dije:

            –Terminaron convenciéndote, Fernando. Nunca quisiste leer el libro de Enrique Maza. 

            –No me lo prestaste. 

           –Te lo ofrecí y te valió madre su tesis: el diablo como símbolo del mal; sólo eso: un simple símbolo del mal. 

            –Según los conferencistas, el hecho de que el diablo sea un símbolo del mal, no quita que también sea un ser personal: Lucifer. El Luzbel arrojado a los infiernos por el arcángel. Ni tú ni Enrique Maza creen en eso, ¿verdad?

            Me puse chacotero, chocante. 

            –En los únicos diablos en los que yo creo es en el Diablo Montoya, el jardinero derecho de los Diablos Rojos del México en los años cincuenta, yo era su fan; en el Brujo Rossell, en el Diablo Gutiérrez, un amigo de la preparatoria del Cristóbal Colón, en los Diablos Rojos del Toluca que ya no le ganan ni al Atlante. 

            A Fernando Zamora no le hizo gracia mi chacota. Endureció el gesto. Se sobó con la derecha el moretón de su frente y bebió un trago del tinto que nos habían servido en el Janis. Hasta entonces habló, con lentitud, calibrando las palabras, algo insólito en él:

            –Más que del cursillo ese que la verdad me pareció… me pareció farragoso, insisto… poco convincente, superficial… no sé… de lo que te quiero platicar es del compañero con el que compartí mi celda. 

            –El vejete silencioso de los lentes oscuros. 

            –No era un viejo, era un hombre cincuentón…

            –Entendí mal.

       –Durante la tercera noche, la última, cuando yo dormía profundamente me desperté de golpe. El ensotanado había encendido la lámpara de su mesita estaba sentado en la cama, en calzoncillos. Traían grabado en el pecho un tatuaje rarísimo que no alcancé a distinguir bien: varias figuras en rojos y negros como amontonadas: un sapo, los cuernos de un toro, un trozo de calavera y varias frases en latín por aquí y por allá, rarísimo el tatuaje, malhecho, corriente. También se había quitado los lentes oscuros y en sus ojos, en la zona blanca de los ojos, se veían manchas rojas como venas reventadas. Fue de eso de lo primero que me habló: de una enfermedad de la cornea al parecer incurable. 

            –Conjuntivitis.

         –Algo más complicado. Lo operaron varias veces en el hospital del Conde de la Valenciana pero se le quitaban las manchas oculares y volvían a aparecer. No le entendí bien, porque se tropezaba con su lengua. Por eso usaba lentes oscuros, para no mostrarse tan monstruoso como yo lo veía ahora, me dijo. Todo era consecuencia de una quemadura espantosa causada por un soplete y rebabas de soldadura cuando trabajaba de herrero con su padre, ahí muy cerca del Callejón de los Sapos en Puebla. 

            –¿No decías que era sacerdote?

           –El herrero era su padre, él acompañaba como aprendiz. Le sucedió de chamaco, hacía muchos años. La quemadura le produjo después esa enfermedad incurable durante toda la vida. Hubiera visto esos ojos, impresionantes, inyectados de sangre. 

            –Como carbones encendidos del demonio. 

         –Yo pensé en eso de momento, aunque te burles, por todo lo que nos habían estado diciendo en el cursillo. Pero me recordó más, por su cara y sus arrugas, no veas, repleto de arrugas en la frente y en los cachetes y hasta en el cuello como un anciano, me acordé más en el Anthony Hopkins de El rito, ¿te acuerdas de aquella película?

            –No veo películas de terror. 

           –Ésa era interesante. Trataba de un cura viejo endemoniado por Baal (Anthony Hopkins) y un cura joven que seguía un curso para exorcistas como el de Casa Xitla. El caso es que este cura compañero de mi habitación, nacido en Tezuitlán o en Atlixco, ya no me acuerdo, de familia obrera, decidió hacerse sacerdote luego de muchas calamidades y empujado por un párroco que lo influyó poderosamente porque era amigo de la familia y le preocupaban las desgracias que le ocurrieron al muchacho desde chamaquito. 

            –Pero qué cosas le pasaron, no entiendo, ¿lo del soplete?

           –A él no en lo personal. A las personas que conocía y fue conociendo, a los que convivían con él. A sus parientes, a sus amigos, a un par de novias de sus tiempos de adolescente. Empezando por su madre, que se murió de sopetón mientras lo amamantaba. Y un amigo de su infancia, su mejor amigo, se ahogó en un río mientras se bañaban los dos. Luego se le murió una novia cuando la besó en la boca por primera vez y enseguida su padre, después del accidente del fogonazo: un pleito de borrachos afuera de la cantina. 

            –Accidentes al fin y al cabo.

          –Él no pensó al principio que eran puros accidentes que le pueden suceder a cualquier hijo de vecino sino artilugios del diablo. Lo pensó no por él mismo sino por la maldita influencia de ese párroco que te digo, el padre Próspero, o Porfirio, o quién sabe cuál era su nombre, que siempre andaba echando el agua bendita en la iglesia, en las calles, en cualquier parte, y siempre mentando al demonio, el muy loco. 

            –¿El párroco de Puebla o el de Tezuitlán?

       –Creo que el de Tezuitlán, da lo mismo, no me acuerdo. Lo que sí me dijo es que don Próspero lo convenció de que el demonio se le había metido en el alma y lo había hecho su instrumento para causar muerte de los demás o las simples desgracias que azotaban a la región: tormenta; el desmoronamiento de un cerro, un temblor que tiró la campana y el muro de la iglesia. Por eso él no tenía más remedio, le dijo el cura, que entrar en el seminario para sacarse el demonio, porque el seminario, con tantos rezos y tantas misas y tantos santos dedicados a Dios, el diablo se quedaría fuera de su alma y de su pueblo. 

            –Y se lo creyó.

          –No se lo creyó por completo después de tantas salidas y entradas del seminario; se salía y entraba a cada rato, a cada rato, porque no tenía verdadera vocación y se iba con ganas de no volver, pero vuelta a lo mismo. 

           –¿Cuándo se largaba del seminario es cuando sucedían las desgracias’

          –También pasaba dentro del seminario, no te creas. El mismo día que lo admitieron se murió el superior: un hombre sano, entero, muy emprendedor… Por eso digo que después de tantas salidas y entradas se convenció, me dijo, que no era que el diablo se le había metido en las entrañas sino que él, él mismo en persona, desde su nacimiento, formaba parte de una legión luciferina. No tenía el diablo dentro, militaba en la legión cuarentaipico del Belcebú. Era el diablo. 

            –¡Órale!

           –Me lo quiso demostrar con hechos: una lista enorme de las desgracias y las muertes provocadas por él. Me enseñó esa lista escrita en una libreta verde llena de nombres y fechas. Ocupaban diez páginas o más. 

          –Su récord. 

         –Entonces un día, me siguió platicando, decidió asumir su condición de demonio y se grabó aquel tatuaje. Luego asistió a un montón de misas negras y ceremonias malditas, o no sé. Así anduvo mucho tiempo hasta que se arrepintió de corazón porque en realidad era un hombre bueno sin intenciones de hacer mal a nadie. Y cuando me dijo eso, ahí en nuestra habitación, empezó a llorar despacito, luego muy tupido, con un chorro de lágrimas que le salían de sus ojos inyectados. Bien conmovedor, la verdad, al grado de que le di mi pañuelo y se limpió la cara, las arrugas, la nariz llena de mocos. 

          –Se arrepintió frente a mí esa noche. 

         –Se arrepintió antes, mucho antes, cuando regreso una vez más al seminario. Tuvo la suerte de encontrar a un profesor o director espiritual, en lugar del maldito Próspero, que lo ayudó a despejar sus fantasmas y que le dijo, como tu amigo Enrique Maza, que el diablo no existe. 

            –Fue entonces a Casa Xitla a que lo exorcizaran. 

            –Lo del director espiritual fue tiempo atrás, ya te dije. Gracias a él tuvo largas temporadas tranquilas en las que no ocurrió nada y se pensó salvadio por Dios, al fin. Seguía teniendo sus dudas, claro, como espinitas o alfileres clavados en el corazón, así me dijo, porque se veía en el espejo sus ojos colorados que no le habían podido sanar los médicos del Conde de la Valenciana y también sus arrugas por toda la frente. Sin embargo sacó fuerzas de la oración y siguió estudiando en el seminario hasta casi llegar a diácono. Tomó unas vacaciones antes, no sé si un par de años, o menos. Cuando llegó a Casa Xitla, el primer día, sufrió una pesadilla. Me la contó después. Entre toda la legión de diablos se enfrentó a Lucifer y le renunció a gritos. Entonces Lucifer y sus demonios se largaron echando chillidos, así nada más. 

            –Fue cuando despertó y habló contigo. 

         –Creo que eso fue la noche antes. La vez que me despertó cerca de la madrugada me dijo que necesitaba hablar conmigo aunque tenía mucho miedo, más por mí que por él. 

            –¿Ya no consultaba al director espiritual del seminario?

         –Antes de ir al cursillo de exorcismo, una semana antes, su director espiritual se había muerto de un cólico de vesícula. 

            –¿Su director espiritual?

            –También se murió su compañero de celda en el seminario: de una hemorragia por la nariz.

            ––¿Y no te dio miedo? Tú eras ahora su compañero de celda. 

            –Me hice el disimulado de tanta cháchara. Le dije que quería seguir durmiendo, que habláramos por la mañana con el padre Dermine o con algunos otros exorcistas del cursillo. No me respondió. Apagó la lamparilla y el infeliz se tendió en su cama con la cobija hasta la cabeza. Yo me hice el dormido durante un rato. Aproveché después la rayita de luz que empezaba a meterse por las esquinas de la ventana, agarré mis chunches, mi backpack, y me vestí en el pasillo. Entre que si y entre que no, por si las dudas, mejor poner pies en polvorosa como dicen los clásicos. En el patio le pedí al velador que me abriera la reja. Era un cojo grotesco. Adiós. En mi carro me largué rápidamente de la Casa Xitla. 

“En los únicos diablos en los que yo creo es en el Diablo Montoya, el jardinero derecho de los Diablos Rojos del México en los años cincuenta, yo era su fan; en el Brujo Rossell, en el Diablo Gutiérrez, un amigo de la preparatoria del Cristóbal Colón, en los Diablos Rojos del Toluca que ya no le ganan ni al Atlante”.


Cinco

A pesar del horrible adverbio ahí puse punto final a las dieciocho páginas de mi texto en boca de Fernando Zamora: En mi carro me largué rápidamente de la Casa Xitla.

         Sabía que era un primer borrador urgido aún de correcciones: sintaxis, cacofonías, repeticiones, lenguaje coloquial, la historia del ensotanado…

            Sin embargo era importante mandárselo antes a Fernando Zamora. 

      Había convertido a mi compañero en el protagonista del relato y no era justo publicarlo sin su autorización. Cualquier objeción de Fernando lo tomaría en cuenta y si me pedía que no lo publicara –como suelo advertirles a algunos amigos reales que no quieren ser incluidos en un texto– lo eliminaría para siempre. 

            Por eso encargué a mi hija Eugenia que transcribiera estas páginas antes de ser revisadas y las enviara al correo electrónico de Zamora para luego reunirme con él –cuando él tuviera tiempo– y me hiciera saber sus comentarios o su rechazo. 

            Fernando me respondió por e-mail casi de inmediato. Quedamos de vernos en donde siempre: el bar Janis de la calle Miguel Noreña el miércoles siguiente a las ocho de la noche. 

            Llego antes que yo. Ocupaba una mesa rinconera y tenía enfrente una botella de vino tinto con una copa ya servida y otra para mí. Llevaba las páginas en computadora y releía algunas partes. Lo advertí muy sonriente, como divertido. Fui directo con mi saludo:

            –¿Cómo estás? ¿Qué te pareció?

            –Me divertí un rato.

Me sirvió vino en la copa y él llenó la suya.

            –Te podría refutar muchas cosas –dijo–: Que yo no hablo así, que yo no dije palabras que me pones, que yo no pienso del diablo lo que tú imaginas. 

            –Eso se puede corregir. 

            –En todo caso es lo de menos. Mi problema es con la historia del ensotanado de los lentes oscuros; tú lo llamaste así, yo no.

            –Una licencia narrativa. 

            –Yo fui al curso de exorcistas, eso si es cierto, pero estuve nada más un día y medio porque me pareció tedioso, muy tedioso. Me hospedé en una habitación sencilla, no doble; la cama era incomodísima, con una colchonera vieja y chipotuda. 

         –Tú me dijiste que era una habitación doble, de las de mil cuatrocientos cuarenta pesos por todo el curso.

            –Era sencilla y no encontré ahí, ni en ninguna parte, a ese ensotanado de lentes oscuros que dizque me contó una historia. 

            –La historia me pareció un poco inverosímil, la verdad, pero así me la constaste. 

            –Es falsa. La inventé.

            –¿La inventaste?

            –Totalmente. Es una mentira completa, ¿no te diste cuenta?

            Bebí todo lo que restaba de la copa. Me serví más.

            –No lo puedo creer, Fernando. Por qué me engañaste. 

            Fernando sonrió mientras movía la cabeza divertido. 

            –Me vacilaste vilmente –proteste–. ¿Por qué lo hiciste?

            –Me puse a imaginar los juegos que tanto te gustan en tus cuentos: realidad-ficción, ficción realidad. Te di sopa de tu propio chocolate. Me parece muy divertido que te hayas creído la historia de ese cura loco. Lo que sí es verdad, te insisto, son las conferencias de los exorcistas. Tomé algunas notas, no me quedé a todas. 

            No sabía si enojarme o reír. Sobre su piel cacahuate los ojos negros de Fernando Zamora me seguían escudriñando como los de su padre cuando era mi maestro de Mecánica de Suelos en la escuela de Ingeniería. 

            –Si quieres mi opinión, yo te pediría que mejor no publiques este cuento. No vale la pena. 

            –Como quieras.

            –Lo que sigue siendo un tema sin solución es el diablo –dijo–. Está en todas partes, como Dios. Mira.

            Y señaló con el índice la marca del vino tinto que nos sirvieron en el Janis: Casillero del Diablo. 


Imagen

Vicente Leñero (Guadalajara, 9 de junio de 1933 - Ciudad de México, 3 de diciembre de 2014).
Novelista, guionista, periodista, dramaturgo y académico mexicano. Escribió y coescribió numerosos guiones, tanto originales como adaptados, entre los que destacan Los albañiles (1976), Mariana, Mariana (1987), El callejón de los milagros (1995), La ley de Herodes (1999), El crimen del padre Amaro (2002), Fuera del cielo (2006), entre otros.


* Este texto se publica con la autorización de la familia Leñero.
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