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Contar historias para sobrevivir al mundo: notas sobre la escritura para la pantalla

1/19/2016

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Por Adrián González-Camargo
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Imagen: Hernán Piñera

El espectador se sienta en la sala. Se apagan las luces. Un espectador patea el asiento de otro. Reclaman, discuten, se arreglan. Comienzan los créditos. Termina la película. Algunos espectadores salen refunfuñando, otros satisfechos, unos más no saben qué pensar pero discuten la película mientras se dirigen a sus coches o van a tomar transporte público para volver a sus casas. El guionista, que estaba escondido entre la gente, camina lento, desconcertado. Llega a casa, abre una cerveza. Se sienta en la sala y se pregunta: ¿Para quién era esta historia? Las respuestas nunca llegan. Mira el techo. ¿Para el crítico, para nuestros amigos, para los programadores de los festivales? No, no y no. Su conciencia le responde que un crítico escribe según su estado de humor, que tal vez sea un hombre que ha visto tanto que su ojo ya se ha saturado, como el caché de un navegador de internet. Un programador de festival también ha visto muchas, tal vez demasiadas películas y probablemente odie al cine por tener que decidir qué es bueno y qué es malo.
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“¿Hice la película para complacer a mis amigos?”, se pregunta el guionista y recuerda que sus amigos son los más duros críticos, que creían que él era el nuevo Billy Wilder, Tonino Guerra o Aaron Sorkin. El guionista concluye que la historia debió escribirla para él, aunque el guión era para el resto del equipo que hizo la película, para que encajara en una industria que, aunque presume de liberal, no permite del todo la libertad creativa. Suspira por haberse traicionado. Se odia como nunca. Y escribe en su diario que se arrepiente de haberse traicionado.


Como escritores, como artistas, somos observadores por definición. Vemos el cielo de otro color, escuchamos sonidos que la gente no escucha, nos deprime o alegra un rayo de luz por la ventana o la caída estrepitosa de un árbol. Observamos el pasillo que es el arte y encontramos los huecos por donde escaparnos. Estamos demasiado en el mundo pero no sabemos por qué contamos historias. ¿Tal vez para sobrevivir al mundo? El mundo en sí mismo no es habitable, sino un lugar hecho para la supervivencia. Si el hombre inventó las armas, la guerra, la codicia, el sometimiento y el arte, es el hombre quien debe recordarle al hombre lo cruel, lo odioso que es el hombre. Decía Buñuel que él esperaba a que los espectadores, después de ver sus películas, concluyeran que el mundo no es un buen lugar para vivir. 

Decía Buñuel que él esperaba a que los espectadores, después de ver sus películas, concluyeran que el mundo no es un buen lugar para vivir. 



​Y en realidad no lo es. Leviathán, Dogville, Dos días, una noche, Funny Games, La habitación del hijo, Después de Lucía, Timbuktú nos demuestran eso. Despertar y leer los periódicos demuestra que no lo es. Leer la historia de la humanidad también. Entonces, tal vez contamos historias para decirles a nuestros coterráneos que vemos algo que no ven... o para hacerles creer que todo va a estar bien. O para hacerlos ensoñar durante  90 o 120 o la cantidad de minutos que sea. O para recordarles lo que ya saben.

En México, combatir la realidad con cine o historias, es una tarea doblemente difícil. La realidad, eso que llamamos realidad, es demasiado cruenta y tal vez se reduce nuestro espectro al momento de contar historias. Tal vez nos hemos atorado en el hiperrealismo. Escribimos una película que pincelamos con lo que creemos que era el momento, entremezclando documental con ficción, para que casi no exista una diferencia entre lo que vemos en las noticias o en una película. ¿Inventamos el cine para hacer un copycat de la realidad o para alejarnos de ella? ¿Para contar la vida como es y replicarla hacia el mundo? La humanidad cree en las historias porque quiere vivir en ellas o que las historias hablen de los humanos.

Tras la publicación del Werther de Goethe, se dice que una ola de suicidios - jóvenes que imitaban al "triste héroe"- se disparó tras su lectura. Sobre ello, Goethe mencionó que ellos (los suicidas) querían transformar la poesía en realidad, imitar la novela en la vida real y, en dado caso, dispararse. Si bien nunca se comprobó esa serie de suicidios, el libro se prohibió en ciertos lugares. Lo cual demostró que había un miedo a su capacidad de destrucción, fuese real o no.  


Miguel Michaski nos recordó en un seminario que los gringos hacen películas como quisieran que fuera el mundo, pero los europeos las hacen como el mundo es. 



​Una ola de violencia se desató en Inglaterra tras el estreno de Naranja Mecánica. Stanley Kubrick se encargó de retirar la película de las salas de Inglaterra. Goethe no puede ser culpado por los jóvenes que se suicidaban tras leer el Werther. Kubrick no puede ser culpado por la violencia que desató Naranja Mecánica en Inglaterra. Es la sociedad que las consume, quien revive y perpetua las historias. Y es que contar historias nos regresa al mundo o nos saca de él.

Tengo amigos cineastas que sanan sus culpas haciendo películas. Otros, sobre todo en países como Estados Unidos, crean historias para imaginar otros mundos o realidades imposibles. Miguel Michaski nos recordó en un seminario que los gringos hacen películas como quisieran que fuera el mundo, pero los europeos las hacen como el mundo es. Si no nos preguntamos esto, y como contadores de historias nos preocupamos solo por contarlas, es probable que tengamos más satisfacción como artistas, pero también es probable que nos quedemos guardados en los cajones durante muchos años. ¿De dónde, entonces, vienen las historias? Decía Theo Angelopoulos, en una entrevista con Michel Ciment, que las historias no nacen simplemente, que son una especie de llamada.

Cuando la historia despierta en la cabeza, a medianoche, o mientras esperamos el metrobús, se combina algo que nos duele con algo que nos emociona: una anécdota se mezcla con una novela que leímos o una imagen colisiona con un diálogo que nos ha estado rumiando. Ese momento, esa llamada, es como la punta del iceberg del inconsciente, que exhibe lo que hemos guardado, atesorado, temido, pero que debajo tiene un monstruo de mil tentáculos, todos dispuestos a colaborar en el teclado. Y eso es el cine: aquello que no queremos decir con la voz, sino con los sueños.



Adrián González-Camargo (Morelia, 1978)
Director y guionista. Estudió la maestría en guión en la CalState, Northridge bajo el auspicio de la beca Fulbright. Dirigió
Enero (2013) y co-dirigió Andrea en una caja (2014), ambos largomerajes de su autoría y estrenados en el FICM. Co-escribió Día 6, ópera prima de ficción de Juan Pablo Arroyo. Ha sido colaborador de diversos festivales cinematográficos en México. Escribe poesía, cuento y crónica.
@elsanadriano
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