Por Carlos Tello de Meneses Es fácil descartar al anime. Lo sé porque lo he hecho. Cuando era niño, como muchos otros niños mexicanos, estaba encantado con Dragon Ball, Pokemon y los Caballeros del Zodiaco (también un poco con Sailor Moon… sólo un poco). Después, llegó el tiempo en que me distancié de esos programas y pasé a otro tipo de narrativas. Hubo algunos momentos, sobre todo en cable, en que otros programas estuvieron a punto de capturarme pero otras circunstancias, como el cambio constante de horarios y las responsabilidades escolares, lo evitaron. Pasé mucho tiempo sin prestarles atención, menospreciando (como muchos) a varios anime que nunca había visto. No sólo eso, debido a lo insistentes y vistosos que son los seguidores de este estilo, llegué a desestimarlos a ellos también. Algo desafortunadamente muy común. Para muchos espectadores estar familiarizados con programas que vayan más allá de Dragon Ball, Los Caballeros del Zodiaco, Sailor Moon y Super Campeones amerita una estigmatización inmediata. El término otaku se usa con frecuencia (a pesar de ser un término despectivo en Japón). Como dije, es fácil descartar al anime (y a sus seguidores). Su estilo puede ser abrumador, su humor demasiado raro y su narrativa demasiado ajena a las convenciones occidentales (aunque esto último no es del todo cierto). Y mientras menos se diga del fan service*, mejor. Entonces, ¿por qué darle el beneficio de la duda al anime? Por Xésar Tena En 1986 el público mexicano quedó –literalmente- con el ojo parchado. El 6 de octubre inició una de las historias destinadas a convertirse en un clásico: Cuna de lobos. El llamado dueto de oro conformado por el chiapaneco Carlos Olmos -guión- y Carlos Tellez -dirección-, inspirados en el filme The anniversary (1968, Dir. Rod Ward Baker) reconoció el potencial del personaje interpretado por Bette Davis para legar una villana (Catalina Creel) que por fórmula melodramática ocupa el lugar del antagonista, pero por tiempo en pantalla, complejidad y carisma, es el evidente protagonista de esta telenovela. En gran medida, el éxito es debido a que el triángulo amoroso es revestido con una excelente trama policiaca, motivo por el que el suspense está presente de forma continua para ejecutar de forma natural los ganchos que atraparon la percepción de la audiencia durante 170 capítulos. “La casta es lo primero” funge como premisa rectora. La sangre es pura. La sangre es sagrada. La sangre es poder. Por lo tanto, defender y perpetuar la Sangre justifica con creces la derrama de sangre vulgar, utilizar inocentes y hasta sobornar prensa o autoridades. Olmos y Tellez sabían perfectamente que estaban escandalizando los valores copetones de la ultraconservadora sociedad mexicana y se divertían con ello de forma magistral. Temáticas como la infidelidad, la compra de vientres, la manipulación mediática, el asesinato del cóyungue y la configuración premeditada de los traumas, son algunos de los tópicos que excitaron el morbo de hombres y mujeres que presumían de progresistas. Sí, hombres también. De hecho, la novela inició sus transmisiones a las seis de la tarde pero fue recorrida a las nueve de la noche por la copiosa demanda de caballeros que al salir del trabajo, querían ser cómplices de cada fechoría de la “tuerta”. Por Cynthia Fernández Trejo Insoportable o inaceptable. La mayoría de los manuales de escritura de guión cinematográfico señalan (o advierten) desde el primer capítulo, que un guión es un relato narrado a través de imágenes; la idea es que al leerlo podamos visualizar imágenes que en conjunto cuenten una historia. El guión cinematográfico es un ejercicio para los ojos (y para los oídos también, pero eso no se dice, sólo se asume). Al escribir un guión hay que estar pendientes de que lo escrito tenga una salida visual, que desde la lectura “se vea la película”. Pero, ¿y el resto de los sentidos en dónde queda? ¿por qué si yo escribo en mi guión algo así como “la habitación huele a rosas” hay un silencio incómodo? En En busca del tiempo perdido, el escritor francés Marcel Proust, consciente del poder evocador de los olores (y de los sabores), hace que del aroma de una magdalena surjan toda una serie de recuerdos e historias de infancia en la mente del narrador. Basta un olor para evocar y “transportar”. Esta conexión entre el olfato y la memoria, hoy conocida científicamente como el “Fenómeno de Proust”, es un ejemplo de la capacidad evocadora de los olores y de una de sus posibles funciones narrativas. Otro ejemplo notable, es el del Perfume. Historia de un asesino. No hay en la literatura una descripción más perfecta del Paris del siglo XVIII que la que hace Patrick Süskind en el primer capítulo de la novela a través de la descripción de sus hedores. “Pero un guión cinematográfico no es un texto literario”, estarán pensando algunos en este momento. No es mi intención polemizar aquí; los ejemplos anteriores son sólo eso, ejemplos, una ilustración para que el lector pueda darse una idea de la posibilidad narrativa que ofrecen los olores en las historias. Por La Abuela Todos quieren saber las recetas de mis guisados. La verdad es que podría decirles todo; la receta, los ingredientes, instrucciones exactas, pero nada de eso te da lo más importante, la sazón ¿o sí?. Es como con mis historias. Todos mis nietos me preguntan cómo le hago para inventar tanta cosa, ellos creen que es la experiencia, lo cual es un poco cierto. Cuando les cuento cómo Villa entró al Centro, nadie lo hace mejor que yo, ni los libros de las escuelas. Pero no sólo se trata de contarles hechos históricos, si no de hacer que estén en ascuas. Me encanta ver el ansia en sus ojitos por saber lo que pasará después. Tengo que confesar que a veces ni me acuerdo y les invento pero nunca falta el listillo que dice: “No, abue, así no era” o “Ayer me lo contaste diferente”. Por suerte tengo este título que me permite casi siempre salirme con la mía, el de “abuelita”. Basta con decirles frases como “más respeto a tus mayores” o “a ver, si te la sabes, cuéntala tú y ya”. A veces hasta les queda mejor, pero bueno, la colaboración siempre es buena y no me ofendo. ¿En qué estaba? ¡Ah sí! en el mole. Tienes que moler todo en el molcajete porque si no, no sabe; esas cosas de licuadoras son para flojos. Es como si dijeras “pues la conoció, se enamoró y fueron felices para siempre”, nadie quiere escuchar eso. Lo que queremos saber es el cómo, en qué se fijó y, por supuesto, lo que les impide estar juntos: una mustia descarada, alguna zonzada que hizo él o ella, un patán todas mías o el clásico moderno: el miedo al compromiso. |
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May 2021
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